Cuando leo en la prensa que los grandes capos de las mafias corruptas de nuestro país, integradas por políticos y por empresarios sin escrúpulos, pactan con la Justicia para evitar entrar en la cárcel, o para entrar a un penal y salir al poco tiempo, después de haberse comprobado que robaron muchos millones del erario público, siento vergüenza ajena. No por el hecho de que España esté plagada de esa vil calaña de empresarios y políticos (por fortuna, hay otros muchos muy honrados), sino por el hecho de que sea legal llevar a cabo esas componendas y de que tengamos una Justicia que se preste a esos enjuagues.

Este artículo viene a cuento porque he leído en la prensa aragonesa que la Fiscalía solicita que le sean rebajados más de un siglo y medio de prisión a los principales imputados en el saqueo de fondos públicos más colosal habido en Aragón, conocido como el caso Plaza. El ejemplo más extremo es el de un imputado para el que la Fiscalía pedía 23 años de cárcel y ahora solo pide 2, aunque la rebaja de otros, aun siendo menor, no deja de ser inquietante. Y, al parecer, por el mero hecho de haber aceptado los delitos que se les imputan y por haber devuelto parte de lo robado. Como he dicho antes, estoy convencido de que si la Fiscalía ha admitido esos apaños es porque son legales. Pero una cosa es la legalidad y otra bien distinta es la terrible imagen de desamparo jurídico que ese tipo de compadreos causa entre los ciudadanos que, por no ser políticos ni empresarios conchabados con los dirigentes de los partidos, no pueden evadir la cárcel ni rebajar sus condenas cuando cometen algún delito.

En el caso de la plataforma logística Plaza de Zaragoza, el partido político que propició ese saqueo fue el socialista, al igual que ocurrió en Andalucía con los ERE y los cursos de formación para desempleados. Pero en Madrid y en Valencia fue el partido popular y en Cataluña fue el PP y unión. ¿Por qué son esos partidos políticos los que soportan más casos de corrupción? No cabe ninguna duda de que es por haber gobernado España durante estos últimos 40 años. Lo más probable es que si hubieran gobernado otros partidos, hoy serían los que estuvieran embarrados hasta los ojos. Cuando no se tiene ningún poder, es decir cuando no es posible ser deshonestos, no tiene ningún mérito ser honestos. Por supuesto, siempre hay excepciones que confirman la regla.

No conozco con exactitud cuál ha sido la génesis de la corrupción de los partidos políticos citados. Sin embargo, a la vista de lo que están haciendo los concejales de Podemos en el Ayuntamiento de Zaragoza, me imagino que el comienzo sería pasándose por el arco del triunfo las sentencias judiciales desfavorables, sabedores de que los órganos jurisdiccionales no actuarán contra ellos por el mero hecho de haber sido elegidos democráticamente. Cuando esas deleznables actuaciones son toleradas por la Justicia, se convierten en el primer escalón de la pendiente que les lleva a caer en la ciénaga de la corrupción.

Si es preocupante que ciertos políticos afirmen en público que les importan un bledo los pronunciamientos judiciales, mucho más lo es que, ante hechos tan faltos de ética, la Justicia permanezca en silencio. Como ocurre con los pactos entre la Fiscalía, los políticos y los empresarios corruptos, supongo que ese silencio de los jueces será legal. Pero es una legalidad tan difícil de entender en una democracia homologable internacionalmente, que ha dado lugar a que en todas las encuestas las dos instituciones peor valoradas por la ciudadanía sean la justicia y los partidos políticos. Esta connivencia de la justicia con los dirigentes políticos que detentan el poder, por muy legal que sea, es lo que explica que el robo y la malversación de los caudales públicos hayan podido llegar a los preocupantes límites que reflejan los casos citados más arriba.

Está más que demostrado que la mayor parte de la ciudadanía suele ser paciente y que, en general, no sale a las calles a poner barricadas. Pero todo tiene un límite y cuando se traspasa un determinado umbral, la desafección hacia el sistema se convierte en el único modo de protestar. Esa desafección de lo que algunos denominan la «mayoría silenciosa» explica perfectamente que de vez en cuando aparezcan partidos políticos populistas, que prometen acabar con esa insoportable situación con medidas simplistas e irrealizables, pero que sientan bien a los oídos de quienes consideran que están siendo maltratados por la legalidad vigente. De pronto, sin que los expertos demoscópicos se den cuenta, esa mayoría silenciosa vota en tromba a esos nuevos partidos populistas. Después, cuando se comprueba que una vez que toman el poder actúan más o menos como los partidos clásicos, la gente los abandona y presta sus votos a otro partido de semejante perfil que aparezca en el panorama. Eso explica que Podemos esté perdiendo adeptos en las urnas y que Ciudadanos, al no haber tenido poder hasta ahora, continúe en ascenso, o que en las recientes elecciones andaluzas haya irrumpido con fuerza Vox. No es un problema de ideologías, sino de hartazgo de la ciudadanía con el sistema y con los partidos que le han otorgado carta de naturaleza.

*Catedrático jubilado. Universidad Zaragoza