En las elecciones generales del 15 de junio de 1977, doce partidos consiguieron representación en el Congreso de los Diputados. Atendiendo a su posición en el tablero político, los 350 escaños podrían distribuirse de la siguiente manera: 293 diputados eran el resultado de sumar el centro, en su doble versión, hacia la izquierda y hacia la derecha; 20 eran de izquierdas y 16 de derechas; los extremos no existían y los nacionalistas, con 21 diputados, no se manifestaban, entonces, como fervientes independentistas. Esa fue la base, sencilla y clara, que permitió elaborar y aprobar después la Constitución y los Pactos de la Moncloa. Todo ellos en menos de tres años, desde el primer enterramiento de Franco.

Hoy, transcurridos cinco años desde la aparición de los populismos, que se han empeñado en poner en cuestión los principios y magníficos resultados de la Transición, lo único digno de mención que hemos hecho ha sido enterrar a Franco, por segunda vez. La razón es simple: ni los partidos son los mismos de entonces, ni sus líderes tampoco. Además, si no fuera por el coronavirus y sus gravísimas consecuencias, hoy no estaríamos hablando de pactar nada. Ni mucho menos estaríamos recordando, con cierta melancolía, los famosos pactos de la Moncloa. Baste recordar el fiasco de Albert Rivera y su partido. El mayor error político en 40 años. Una oportunidad perdida.

Desde 2015. Cuarenta años después del inicio de la Transición, muchos españoles estamos esperando con ilusión una segunda transición, sobre cuyos pormenores no voy a extenderme, y cuyos resultados desearíamos que duraran, al menos, otros 40 años. De cuarentena en cuarentena. Ojalá los políticos fueran capaces de ponerse de acuerdo para vencer al virus, superar sus gravísimas consecuencias económicas y sociales y, con esa excusa, emprender un camino de reformas políticas -incluyendo algunas enmiendas a la Constitución- que nos lleven a un modelo de país más acorde con las nuevas circunstancias que están obligando al mundo a cambiar. Eso siempre que hayamos aprendido algo en esta grave crisis sanitaria.

El problema que tiene España es que los resultados de las últimas elecciones generales del año pasado no facilitan precisamente los acuerdos. Los 350 diputados, pertenecientes a 16 partidos, se pueden distribuir, atendiendo a su posición política, de la siguiente forma: 224 constitucionalistas, 52 de extrema derecha, 38 de extrema izquierda y 36 independentistas. Pero la fragilidad de los acuerdos dista mucho de agrupar los tres quintos necesarios para reformar la constitución. Ese número es la llave de la segunda transición. Al menos nos queda la esperanza.

No tengo ninguna duda de que, más pronto que tarde, según vayamos recorriendo el camino de la crisis -sanitaria, económica y social- habrá que encarar la crisis política mediante la convocatoria de unas nuevas elecciones. Dice Víctor Hugo, refiriéndose a ciertos oráculos de la política recelosa, que «el motín -pongan aquí pandemia- afirma a los gobiernos si no los destruye; porque pone a prueba al ejército, concentra a los ciudadanos, estira los músculos de la policía y pone de manifiesto la fuerza del esqueleto social. Es un ejercicio gimnástico, casi higiénico».

Tendrá que haber elecciones para que el pueblo soberano aclare y simplifique el panorama político, excluya algunas excrecencias, facilite el gobierno que el país requiere y marque el camino que los partidos políticos deberían emprender, lo antes posible. Si el pueblo precisa de alguna ayuda para llevar a cabo tan importante misión, nada mejor que proceder a reformar, como primera providencia, la vigente ley electoral. Una ley que propicie los acuerdos y ponga a cada cual en su sitio. En caso contrario, con las condiciones políticas que hoy padecemos, los acuerdos serán imposibles, se impondrán los unos sobre los otros, e iremos camino de nada. No desaprovechemos la ocasión que nos ha dado la maldita pandemia.

Para terminar, recuerdo a los lectores que el próximo día 23 de abril, es el Día de Aragón. Posiblemente muchos lo habrán olvidado, dadas las circunstancias. Sin embargo, es una oportunidad para que el presidente de Aragón, vía telemática, nos llene el alma de autoestima y nos recuerde el agradecimiento que debemos a muchos aragoneses que «están luchando en los hospitales públicos y privados, en las residencias de mayores, en las ucis, en los campos y en las cadenas de alimentación, en los pueblos y en las ciudades, en las empresas, como autónomos; y que nunca se rendirán».

Si, además emulando al líder que he parafraseado, consigue una forma de gobernar que cuente con todas las fuerzas políticas parlamentarias -lo que el propio Lambán ha denominado pactos del Pignatelli- estaremos en el mejor camino y, una vez más, Aragón habrá dado una lección a España. Lo que en Madrid no parece posible, en Aragón si se puede.