Cuando los grandes números macroeconómicos parecen anunciar el tan cacareado final de la crisis, por más que la España real continúe sin percibir indicios de mejoría, nos llega una demoledora noticia: un informe de Cáritas señala que nuestro país ocupa el segundo lugar de la Unión Europea en su índice de pobreza infantil. Por si fuera poco, la Unicef incide en la misma cuestión y alerta de que uno de cada tres niños no tiene cubiertas sus necesidades básicas y se encuentra en grave riesgo de desnutrición. Curiosa paradoja la de tal escenario, donde el hambre infantil convive con las privilegiadas atenciones que perciben algunas mascotas incursas en el seno de la sociedad más consumista. La presunta protección de un marco legal adecuado se desmorona, víctima de los recortes presupuestarios y del empobrecimiento de una población asediada por el paro. Pero no podemos olvidar que una sociedad incapaz de cuidar a sus niños es portadora de la más terrible pesadilla: en su despertar, nada quedará de aquel mundo de colores e ilusión con el que antaño soñábamos. Por si aún fuera poco, a la imperiosa urgencia de un remedio para la precaria subsistencia infantil, hemos de unir los ingentes obstáculos, ahora enmascarados por el apremio de una situación desesperada, para que una familia pueda disponer de medios con que proporcionar a sus vástagos una formación en sintonía con las exigencias que habrán de afrontar. Faltan iniciativas adaptadas a la magnitud del problema y sobra mala gestión, capaz incluso de privar a los niños de un calendario de vacunas o de un espacio digno en las escuelas. ¿Qué futuro estamos labrando si desatendemos las necesidades y derechos fundamentales de nuestros pequeños? Escritora