El accidente aéreo de Trebisonda (Turquía), en el que fallecieron 62 soldados españoles el 26 de mayo de 2003, ha sido sin duda uno de los mayores desastres militares del último medio siglo. Se comprende por ello el enorme grado de controversia que sigue levantando este desgraciado siniestro en la sociedad española y en el estamento militar. El inesperado relevo realizado por el Gobierno de toda la cúpula castrense, coincidiendo con nuevas y tristes noticias en torno al accidente, no es ajeno a esta controversia que dura ya 13 meses. Lo que sí ha quedado claro es que este suceso se cerró en su momento en falso.

Y para corroborar esta certeza, los equipos forenses turcos han confirmado, después de más de un año de la tragedia, las sospechas denuncias que en su día apuntaron los familiares y allegados de los soldados muertos: más de la mitad de los cadáveres estaban mal identificados, un error intolerable e inaceptable, que simboliza el ejemplo supremo de los desatinos que se han cometido en torno a este desdichado caso.

TRISTEMENTEtambién, después de más de un año siguen aflorando a la opinión pública informes internos, procedentes de la propia institución militar, en los que se cuestionaban de forma clara y rotunda la seguridad, fiabilidad y mantenimiento de los aparatos de construcción rusa Yakovlev 42 que transportaban a las tropas españolas a Afganistán.

Se eligieron, pues, estos aviones, y de esto ya caben pocas dudas, porque eran baratos y no porque fueran los más idóneos. Y esa elección, junto con otras decisiones, se adoptó por responsables que se movían en la esfera profesional y política. Porque política era la decisión de mantener una fuerza nacional de pacificación en un país tan lejano de Asia Central y política era, también, la responsabilidad de proveer al contingente español de los mejores medios logísticos y armamentísticos y de las dotaciones presupuestarias correspondientes. Y netamente militar y profesional era, asimismo, la decisión de elegir de forma concreta dichos medios y de garantizar que fueran los más aptos y fiables para la misión prevista.

Desde los Tercios de Flandes, se sabe mucho en España de que no se pueden enviar soldados mal pagados, con las calzas rotas y el culo al aire a defender con mediana fortuna lo que se creyera menester. Desde la famosa batalla naval de El Callao, se sabe que además de la honra son imprescindibles los barcos. Desde el desastre del 98 y las masacres de Rif se sabe que no se puede enviar a enfrentarse a la muerte a soldados que estén mal adiestrados, mal alimentados o peor armados.

En términos generales, no son comparativos estos casos con el trágico accidente de Trebisonda y la misión militar española en Afganistán porque, afortunadamente, los soldados españoles están en la actualidad muy bien adiestrados y disponen de medios adecuados para realizar sus misiones. Pero sólo en términos generales, porque el uso de los destartalados aviones ucranianos ha demostrado ser un eslabón inmerecido, fatal y dramático en la cadena de acciones encargada a los soldados que fallecieron. En este caso no se cumplió la máxima de que si un Gobierno desea practicar una activa política exterior, debe poner todos los medios materiales para ello y no sólo algunos.

RESULTAtambién anómalo, en un país que se dice moderno, que un año después de una tragedia claramente evitable no estén claramente depuradas las responsabilidades políticas y militares y que se sigan arrojando sombras de sospecha sobre dignos profesionales, pagando justos por pecadores; que sigan en silencio los que estaban a los mandos de la operación; que las reparaciones a los familiares todavía no se hayan hecho efectivas; que los familiares sigan indignados con el trato humano recibido por los responsables de la institución militar y de la Administración española y que no se sepa con certeza absoluta quién o quiénes y por qué tomaron en su día las decisiones equivocadas.

Todo lo ocurrido en torno al accidente del Yak-42 encierra una enorme gravedad y la sociedad española --civiles y militares-- está reclamando claridad y justicia, para que prevalezca la verdad y la dignidad frente a la chapuza y el descuido.

Deben establecerse de forma clara y pública las responsabilidades y que los responsables, desde el exministro Federico Trillo, sus colaboradores más directos y los mandos militares implicados, afronten las consecuencias que correspondan por sus decisiones, al margen de que se disculpen públicamente.

Será la única manera de cerrar de verdad este desgraciado caso y tratar con el respeto y la decencia que se merecen a los que murieron innecesariamente en los montes de Trebisonda.

*Director editorial del Grupo Zeta