La cuestión de las fake news no es en primer lugar un asunto de veracidad. Es una disputa por el mercado de la intoxicación. Durante buena parte de la Historia era un monopolio de gobiernos y periódicos. La alerta por las fake news es una alerta por la llegada de un competidor, que además es más descarado. Es más barato producir falsa información y es más difícil contener su expansión. Por supuesto, hay otros elementos: la abundancia de fuentes resta autoridad, la aceleración de los tiempos y el ciclo informativo constante bajan el coste de que te descubran mintiendo, se ha extendido una especie de cinismo epistemológico.

Resulta cómico que Podemos y el PSOE declaren en su pacto que «Desde el respeto escrupuloso a la libertad de expresión e información, impulsaremos una estrategia nacional para la lucha contra la desinformación, que incluirá la elaboración de guías, mejores prácticas y cursos para combatir la desinformación en internet y redes sociales». Un buen ejemplo del respeto a la libertad de información fue que no permitieran que los periodistas entrasen a hacer preguntas sobre su acuerdo. Podemos ha mostrado en numerosas ocasiones su desprecio por la libertad de prensa, y pocas fuentes de noticias falsas en nuestro país tienen la solvencia y afición del Gobierno. El presidente Sánchez es una pequeña industria del asunto.

Pero quizá sea mejor no reprochar a Sánchez sus bulos: puede que no sea una cuestión personal. En parte, es algo que va en el oficio. Y en parte es algo de la época. Sánchez es un político de su tiempo, como Donald Trump y Boris Johnson, y su relación con la verdad es similar. Lo que cambia es el tono: en vez de la arrogancia xenófoba de Trump, o de la frivolidad irresponsable de Johnson, adopta la postura de la superioridad moral. Pero es por el público al que se dirige.

Los medios tradicionales han hablado mucho de cómo combatir la desinformación. Así, en los últimos años ha habido discusiones sobre cómo comprobar datos, sobre cómo desmontar trolas. Sin embargo, la lectura de los medios tradicionales, con sus planteamientos y enmarques, cada vez se parece más a la de los medios de la posverdad. Se utiliza una retórica beata de periodismo de autoayuda y a la vez se aceptan los sesgos, la tergiversación, la anécdota elevada a categoría, la estadística falseada y la culpa por asociación. Nadie sabe cómo combatir en esa guerra, pero quizá sea útil recordar que, como dicen Krastev y Holmes, las guerras contemporáneas las ganan los saboteadores y los ejércitos convencionales lo pasan mal cuando se enfrenten a las guerrillas.