El anuncio de la secretaria de Estado de Inmigración, Consuelo Rumí, de que el Gobierno prepara un reglamento para que casi un millón de inmigrantes de fuera de la UE que tienen un trabajo irregular en España podrán obtener los papeles de residentes y, de paso, formalizar su contrato laboral, es lo que menos podía esperarse de un Gobierno progresista. Lo habían pedido los sindicatos y las patronales más sensibles a convertir en legal lo que ya es real para la Seguridad Social.

Conocida la intención del Gobierno, las inconcreciones posteriores han conseguido un efecto indeseado. Hay alud de trabajadores sin papeles en las oficinas del Ministerio de Trabajo. Al PP le ha faltado tiempo, por boca de su secretario general Mariano Rajoy, para denunciar la improvisación y amenazar con otra oleada del efecto llamada, pese a que ahora se trata de arreglar la pasividad del gobierno anterior, que vinculó hasta el final el problema de la inmigración a la seguridad ciudadana, nunca al fraude laboral. Tampoco Jordi Pujol contribuye a serenar el debate con su traslación del problema al terreno ideológico, aludiendo difusamente al riesgo del mestizaje. La inmigración es un tema tan grave que no admite partidismos.