Amantes de la discordia y arquitectos de la inquietud, viejos fantasmas porfían por reproducirse hasta el hastío, en un duro resurgir de polémicas ya superadas. ¿O no? Que si el agua del Ebro se pierde inútilmente en el mar, que si los aragoneses somos insolidarios, que si nos negamos al diálogo. Falaces argumentaciones envueltas en dialéctica demagógica, que, a puro de repetirse, bien pudieran tornarse en razonamientos creíbles por oídos ingenuos. Décadas de tierra sedienta, de proyectos aparcados y de agricultura marginada poco pesan en la balanza para establecer unas prioridades que deberían tender al equilibrio entre Comunidades. ¿Por qué no llevar población y desarrollo donde hay espacio y agua, y no al revés? El agua es una opción de futuro, sí; pero nadie es dueño de la lluvia. Y en Aragón siempre hemos tenido muy claro que nuestro mañana está ligado a la presencia de agua, de un oro líquido que también vemos pasar de largo, sin que las aspiraciones de Joaquín Costa hayan llegado a materializarse y mientras que los campos en barbecho continúan a la espera de una oportunidad que nunca llega.

Mas, si algo bueno anida en este turbio renacer de las tesis trasvasistas, es la unión en una piña, tanto institucional como personal, de todos los aragoneses. No es habitual constatar tan plenaria adhesión a una materia objeto de debate público; tampoco es frecuente tan suma resistencia al desgaste del tiempo y a las reiteradas presiones ante las que Aragón no ha reblado. ¿Realmente es solo la captación de votos lo que impulsa la pretensión de un trasvase que, a modo de irredento Guadiana, rebrota una y otra vez? En Aragón, amamos y respetamos al Ebro, tanto como lo necesitamos. ¡Que no nos lo toquen! Escritora