El sábado voy de boda. Me han invitado, junto a millones de españoles, a la boda del siglo y esta vez, no como periodista. Asistiré como una invitada más con la ventaja de no tener que ponerme los tacones de seis centímetros que me destrozan la espalda, y el traje de ceremonia que de tantos apuros me ha sacado. Lo que quiero decir es que veré la boda por TV con mi gente, tomándonos unas tapitas de jamón y unas cervecitas, disfrutando de una mañana de sofá, porque la boda del Príncipe y Letizia Ortiz hay que verla en compañía para criticar o aplaudir, según el caso. Será la recompensa a una semana en la que me he sentido abrumada con mil y un reportajes sobre los novios, todo lo que rodea la boda además de la vida y milagros de todas las testas coronadas europeas. Hartazgo el mío del que, por supuesto, no es responsable la pareja. Aquí lo que manda es el share o sea el número de espectadores que siguen el evento y que se traduce en contratos millonarios ¿Por qué seremos tan excesivos? Que la boda es un acontecimiento único e importante no es discutible pero, a mi juicio, hemos vuelto a caer en el mismo pecado que cuando se dio a conocer el noviazgo de la pareja. Fueron tantas las alabanzas y tan abundante el halago fácil hacia la novia, que produjo el efecto boomerang . Letizia Ortiz no tiene el premio Putlizer pero tampoco es un busto parlante. Es, o mejor dicho era, una profesional preparada y, sobre todo, una mujer enamorada. Con ese bagaje puede cumplir bien su papel, nada fácil por cierto. Y de eso se trata, creo.

*Periodista