Cuando todo esto acabe, volveremos a empezar para vivir a pleno pulmón, pero también para tomar la ruta de la ancianidad, para unos un horizonte casi imposible y para otros una estación cada vez más próxima. Todos, con permiso del reloj vital, vamos a llegar a ese punto donde el cuerpo se transforma inevitablemente en carcelero comprensivo o duro de la eterna juventud del alma, a ese capítulo escrito de recuerdos y melancolías antes de evaporarnos. La crisis del coronavirus ha tenido un comportamiento cruel con uno de los segmentos físicamente más vulnerables de la sociedad, aprovechándose además de la puerta abierta del olvido que solemos dejar abierta con quienes, en mayor o menor medida, han cruzado el umbral del interés general. No es tiempo, con la enfermedad aún campando a sus anchas, de buscar culpables, aunque sí de reconocer que la soberbia y la ignorancia nos han vuelto a derrotar. Porque no terminanos de comprender ni de aceptar que somos pasajeros de la vejez desde la misma cuna, y que, aunque sea por puro egoísmo, deberíamos ir construyéndonos el mejor futuro posible. Y ese porvenir enriquecido en nada tiene que ver con elevar un bello monumento en memoria de los caídos o dedicarles una oración a media asta, sino en sembrar al alba de la existencia el aprendizaje del crepúsculo. En las escuelas, en los hogares, en la calle... Para que cuando se apaguen las luces, quienes se quedan con el dolor de la ausencia sean más sabios y quienes se van sientan que la muerte les recibe con el respeto que han sido tratados en vida.