Venezuela (que ahora casi parece la autonomía número 18 del Reino de España) es un país precioso. Sus gentes, encantadoras. Y la oferta de montañas, llanos, selvas y sabanas, incomparable. No esperen gran cosa de las ciudades, donde ahora mismo se dirime una lucha fratricida e insensata por el poder político y el control del petróleo. Pero fuera de ellas hay lugares increíbles, únicos. Nuestro Ministerio de Exteriores recomienda no viajar allí. Y sin embargo...

Los tepuis, por ejemplo. Son enormes bloques pétros que se alzan cientos de metros por encima de la selva, con paredes cortadas a cuchillo y cimas misteriosas que todavía esconden rarezas botánicas y zoológicas. El más famoso es el del Ángel. Se sobrevuela en avioneta y se llega a su base remontando el río Carrao desde la laguna de Canaima, en una excursión sin parangón con ninguna otra. Llegas al pie de aquel inmenso alarde tectónico y ves caer desde lo alto, ¡mil metros!, un salto de agua cuyo impacto ha labrado en las rocas fabulosos estanques.

Menos conocido pero no menos abrumador es el delta del Orinoco. En el territorio de la tribu Guarao había un compamento llamado Boca del Tigre desde donde era posible (espero que lo siga siendo) recorrer el dédalo de canales que forma el enorme río antes de llegar al mar Caribe. Supongo que la crisis política del país y la errática oscilación de los precios del crudo habrán ralentizado la explotación de los yacimientos de gas y petróleo pesado que hay en la zona.

Pero todavía están los Andes, y los Llanos, cuyas enormes haciendas se han convertido en reservas naturales de fauna y flora, y la Gran Sabana que acaba llegando hasta la frontera con Brasil, y las playas e islotes en la costa, y las marismas repletas de pelícanos, y... A Venezuela, sin embargo, la han llevado al borde de la guerra civil las élites tradicionales, que jamás aceptaron compartir ni mucho menos perder el poder y la riqueza, y sus antagonistas bolivarianos, cuyo populismo inicial ha degenerado en el más zafio autoritarismo. Malditos sean.