El reportaje de Begoña Arce, Los Oliver Twist reales, publicado en este diario el 17 de noviembre, es de los que hacen sospechar de la condición humana y viene a confirmar lo que esbocé aquí algunos meses atrás. O sea, que la clase dominante británica fue, hasta hace no mucho, una de las más crueles, sádicas e hipócritas de Occidente. Se trata de las recientes y estremecedoras revelaciones hechas en internet por el Archivo Nacional del Reino Unido acerca de los crueles azotes, y trabajos forzosos, impuestos durante la época victoriana, y por un quítame allá esas pajas, a menores de edad convictos. Recomiendo un urgente zambullido en www.nationalarchives.gov.uk.

Dichas revelaciones vienen en forma de unas 600 fichas que, procedentes de la prisión londinense de Wandsworth, corresponden a las últimas décadas del siglo XIX.

AL LADO DElos datos personales del preso (edad, físico, lugar de nacimiento, dirección en el momento de la detención, etcétera), de la descripción del crimen por el cual se le había condenado y de la pena impuesta, muchas de las fichas contienen una fotografía suya. Los niños --chicos y chicas-- miran la cámara con ansiedad y abatimiento. Intuyen lo que les espera.

James William Hempson tenía 13 años cuando le cogieron con una caja de higos. Fue condenado a cuatro días de trabajos forzosos y diez azotes con una vara de abedul, se sobreentiende que en las nalgas desnudas. No consta si los azotes se propinaron antes o después de los trabajos forzosos; en cualquier caso la combinación no dejaba de ser monstruosa.

Era la pena habitual y corriente para los menores acusados de "hurtos leves", y así lo pudieron comprobar también Thomas Savage, de 11 años, condenado por sustraer un poco de hierro, y James Leadbeater, que había cometido el desliz de llevarse un manojo de apio. George Davey, que sólo tenía 10 años, pasó lo suyo por el hurto de dos conejos domésticos: un mes de trabajos forzosos.

George Jeffreys había robado, como el pequeño Savage, unos trozos de hierro. Pero tenía 14 años y la pena era por consiguiente más dura: un mes de trabajos forzados y luego cuatro años de internamiento en un reformatorio (establecimientos de disciplina férrea).

A las chicas no se les sometía a la vergüenza de los azotes, pero las condenas de trabajos forzosos eran tan desmedidas como las impuestas a sus pequeños compañeros de infortunio masculinos. Si así eran las penas adjudicadas por los victorianos a menores, se puede imaginar las que recibían los adultos. Una barbaridad.

Parece mentira que un establishment que alardeaba de ser cristiano pudiera cebarse con tanta brutalidad en los niños. ¿Se olvidaba de la ternura que provocaban en Jesús los pequeños? ¿No leía su Biblia? ¿O hacía preferentemente incursiones en el Viejo Testamento y esquivaba, por demasiado comprometedor, el sublime Sermón del Monte, con su recomendaciones sobre la caridad y la otra mejilla? Más bien, parece.

Los diez mandamentos mandaban mucho en aquellas sensibilidades. Y se tomaba muy en serio al Dios de las guerras y de los castigos atroces, reflejado en textos como Deuteronomio. Además, el Creador había hecho, en Proverbios, advertencias concretas con respecto a la flagelación de los niños. Por ejemplo: "El que ahorra la vara odia a su hijo; mas el que le ama se apresura a corregirle" (XIII, v. 24). O: "No ahorres a tu hijo la corrección, que porque lo castigues con la vara no morirá. Hiriéndole con la vara librarás su alma del sepulcro" (XXIII, vv. 13-14).

ESTOS CONSEJOSeran citados obsesivamente a lo largo del siglo XIX británico para justificar el uso del castigo corporal. La flagelomanía nacional empezaba en los hogares aristocráticos y los de la clase media, desde donde se extendía a los grandes internados privados --Eton, Harrow, etcétera-- y sus múltiples imitadores. De allí pasaba al sistema carcelario, los reformatorios, el Ejército y la Marina.

Todo ello generaba un goce morboso que, por supuesto, nunca se declaraba abiertamente y que encontraba expresión en un alud de pornografía dedicada a los azotes en el culo desnudo. El poeta Swinburne fue una de las víctimas de la enfermedad, y la British Library guarda celosamente los cientos de folios donde dio rienda suelta a sus fantasías inspiradas por la vara. No por nada fueron los franceses, tan libres sexualmente comparados con sus vecinos insulares, quienes encontraron la designación idónea y moqueur para tal aberración: "el vicio inglés".

Hay que tener en cuenta, claro, que la época victoriana se caracterizaba, entre otras cosas, por un extremado remilgamiento que la diferenciaba tajantemente de periodos anteriores más relajados. Fueron siete décadas verecundas que llenaron de rubores y ansiedad la novela y la poesía. El miedo al sexo infectó el idioma y lo sembró de eufemismos. Las voces más aparentemente inocuas podían ser peligrosas, y estaba proscrito nombrar, en "compañía decente", partes del cuerpo o prendas que tuviesen o encubriesen alguna función considerada vergonzosa. Entre ellas, por supuesto, el culo, la parte del cuerpo que es el sine qua non del "vicio inglés".

El aspecto más repelente del sistema de azotes británico, con todo, era el hecho de que en los colegios privados no sólo manejaban la vara los profesores sino que también lo hacían los alumnos de más edad, elegidos como "prefectos". Era un círculo vicioso que garantizaba la producción masiva, año tras año, de decenas de miles de sadomasoquistas. Y, claro está, si los hijos de los ricos y poderosos habían sido sometidos a un régimen tan brutal desde niños, ¿cómo iban a sentir compasión, ya mayores, hacia los menos afortunados socialmente?

El círculo vicioso sólo se rompió finalmente bajo el primer mandato del premier Tony Blair, con la abolición total de los castigos corporales en su último reducto, las escuelas privadas.

Se trata de una historia miserable con consecuencias nefastas, raras veces confesadas, para incontables personas. Ante la evidencia de estas fichas que ahora se han dado a conocer es difícil no sentir desprecio por el establishment británico, el mismo que hoy se empeña en seguir despedazando zorros.

*Historiador