Cristian casi se había roto la cara por salvar un gol cantado de Higinio, que, a buen seguro, tendrá pesadillas con el meta durante unos cuantos días. La divina intervención del argentino, colosal, había salvado al Zaragoza de marcharse al vestuario en desventaja. Otra vez, el ángel guardián era el salvador. Higinio no se lo podía creer. Había tenido todo el tiempo del mundo para prepararse el cabezazo tras un centro delicioso de Marc Mateu que le puso el balón en la testa. El espigado delantero del Numancia esperó, apuntó y disparó donde creyó que cualquier mortal jamás podría llegar. Ese fue su error. Porque hace tiempo que Cristian demostró que no es de este mundo. Puso las manos, el cuerpo y el rostro, donde finalmente le golpeó el esférico. Su cara fue la cruz del Numancia, que había merecido mejor suerte hasta entonces. Pero todo cambiaría después.

Porque fue ahí donde surgió Víctor, que hace rato se había percatado de que el plan A había fracasado. Apostó el entrenador por Álex Blanco en busca de esa profundidad a la que ya apeló en la previa, pero la presencia del levantino en la izquierda, en lugar de James, no dio lo que el técnico esperaba y mermó algunas de las principales virtudes del Zaragoza. Como su presión alta, un factor esencial. Pocas veces la hizo con sentido el cuadro aragonés en un primer periodo en el que el Numancia siempre estuvo más cómodo y creó más peligro. Blanco lo intentó, pero esa profundidad pretendida apenas apareció durante los diez primeros minutos. A partir de ahí, el rival, mejor colocado en todo el campo, explotó cierto desbarajuste táctico de su oponente.

Además, el diluvio universal que caía sobre el valiente césped de La Romareda lo hacía todo más difícil. En un campo cada vez más pesado y con la obligación de redoblar esfuerzos, la presencia de James le vino al Zaragoza como agua de mayo. El equipo, dispuesto en un 4-1-4-1, se volvió más fuerte, más reconocible, más poderoso.

El Numancia aún duraría diez minutos más. Siempre con Higinio como amenaza y siempre con Cristian como escudo. El portero zaragocista le negó otras dos ocasiones claras al punta, que, desesperado, pareció presentar bandera blanca. El resto del equipo lo haría después.

Víctor estaba dándole la vuelta al partido, pero faltaba otro movimiento más para completar el volteo. El duelo exigía garra, coraje, corazón y alma. En dos palabras: Javi Ros. Incluso Eguaras, el sustituido, parecía saberlo. Se marchó el navarro raudo por la banda para acelerar cuanto antes la entrada de su compañero. Y, con él, el Zaragoza se adueñó de la contienda. Básico en la recuperación, espléndido en el corte y siempre bien colocado y dispuesto en las ayudas, el tudelano sujetó a los suyos, miró el brazalete que Eguaras le había entregado James para que se lo pusiera y, en plan Agustina de Aragón, ordenó al ejército emprender una nueva ofensiva.

El Numancia, cada vez más arrinconado, sabía que un error le costaría la vida y el encharcado terreno de juego incrementaba el peligro. Y llegó el cañonazo letal. El ejecutor fue Puado, un derroche de rasmia y un futbolista extraordinario que encandila cada vez más a La Romareda, pero el que le entregó la munición jugándose el pellejo fue el de siempre: Luis Suárez, el soldado universal. El primero siempre en el frente. El rey de las trincheras. El colombiano sabía que esa cesión de Héctor se quedaría frenada por el agua. Y que algún compañero, contagiado por su entusiasmo y fe, acudiría rápido en su ayuda. Lo clavó. El charco fue un amigo, Suárez esquivó como pudo otros que se pusieron en su camino y vio a Puado, que disparó el cañón.

Del Numancia apenas se supo hasta el final. Murió ahogado, víctima del baño al que fue sometido por un ejército de valientes liderados por un capitán que nunca se bajó del barco.