Sorprendentemente, después de un empate que pudo ser una victoria pero que en realidad no lo fue, después de haber sumado la magnífica cifra de dos puntos de los últimos quince, Paco Herrera empezó a escupir todas sus culebras en Huelva ante el asombro colectivo. Fuera de hora, porque anda que no ha tenido ocasiones más justificadas para airear su ira, se soltó la lengua. El órdago del entrenador a los responsables deportivos de la SAD fue extraordinario. "Si no les gusta mi trabajo, que me echen. Si no están convencidos, pues que me echen", fue la oración de Paco Herrera para la historia reciente del Real Zaragoza, a la altura o cerca del nivel de otras como aquella de Marcelino García Toral en la que se veía sentenciado incluso antes de jugar.

Hace bien poco, el entrenador ponía el grito en el cielo por la atmósfera dañina que el propio club generaba contra sí mismo y que perjudicaba seriamente al equipo. Una capacidad autodestructiva contra la que Herrera se propuso pelear no hablando de ella. Todo hasta que de repente, una tarde en Huelva, se desdijo y decidió participar abiertamente del maquiavélico juego, alimentándolo con unas declaraciones boomerang y cuyo eco durará tiempo.

La confianza de Pitarch y Moisés en Herrera está resquebrajada desde hace tiempo. Como la fe del técnico en sus jefes. Razones tienen unos, porque el equipo no funciona, y argumentos tiene el otro, al que le ha ocurrido varias veces como a Felipe González, que se ha enterado de unas cuantas decisiones por la prensa. En lugar de firmar la paz hasta que los resultados y el dinero separen sus caminos, siguen jugando al gato y al ratón. Eso sí, Herrera ya no se calla. Ha salido de la madriguera.