Rubén había faltado de nuevo a clase. Lo suyo no eran los libros, prefería remangarse los pantalones e ir a jugar con sus amigos a una cancha de tierra cercana a su casa. La pelota hacía más llevadera la vida en el barrio montevideano de Piedras Blancas, al menos camuflaba por un tiempo lo dura que era la rutina de la clase obrera charrúa; infestada de pobreza, amordazada tras el golpe de estado cívico-militar de Juan María Bordaberry de 1973. Pero en la cancha todos eran libres. Jugaban partidos eternos sobre suelo de tierra y porterías señaladas con los zapatos de alguien a quien no le importase jugar descalzo. Solían ser los del joven Sosita, ya que era igual de fabuloso pese a clavarse las piedras en los pies.

En casa de los Sosa eran doce hermanos. No había alimentos para todos, pero su madre se las ingeniaba. A la hora de la merienda ponía en los vasos un culo de leche y le metía un trozo de pan, así parecía que el recipiente estaba más lleno. Estaban necesitados de dinero, por eso Rubén se metió a trabajar con 15 años en una empresa avícola donde se dedicaba a cuidar pollos. Lo compaginaba con los entrenamientos en las categorías inferiores de Danubio, aunque no se podía despegar de su pasión ni durante el trabajo, ya que usaba los polluelos como si fueran un balón; los levantaba, zarandeaba e, incluso, emulaba regates con ellos.

Poco le costó debutar con su club en el Campeonato Uruguayo a este Mozart del fútbol charrúa. La prensa solía forrar sus portadas con esa velocidad endemoniada y su zurda aterciopelada, casi todo el país le conocía ya, pero no por su nombre. Tuvo muchos motes, entre ellos ‘Peter Pan’, por la alegría con la que jugaba, como un niño eterno. Pese a ser un adolescente tenía un gran cartel en Europa; el Paris Saint-Germain o el Sheffield United ya habían pedido precio por él. «Me vinieron a ver, pero hice un partido espantoso y me descartaron», confesó Sosa a Don Balón. Avelino Chaves estuvo atento.

El secretario técnico del Real Zaragoza le vio jugar por primera vez durante el verano de 1984. Elaboró un informe muy positivo donde escribió un dictamen rotundo: «No hay tres jugadores así en toda América». Después de volverle a ver en directo, la directiva encabezada por el entonces presidente Ángel Aznar hizo una gran inversión por Sosa para reforzar una plantilla mermada por las salidas de Barbas o Amarilla. En apenas cuatro días la joya charrúa se transportó a otra dimensión. Pasó de su vida familiar, cobrando 300 dólares, a zambullirse de golpe en la cultura occidental.

Rubén llegó con 19 años y casado, sin haber probado otra vida que la de su barrio, por eso la civilización europea le sacudió con virulencia. «Le dimos un piso y muchas comodidades. Entre ellas una tarjeta de El Corte Inglés. Se dio cuenta que con ella podía adquirir de todo. Compró muchas cosas, pero sobre todo comida basura. Yo veía algo raro. Mandé hacer un informe sobre su situación, fueron a su casa y le pillaron atiborrándose de chocolate. Le pesaron y tenía cinco kilos de más. Entponces me reuní con Señor y Güerri para decirles que le tenían que arropar más, que le sacasen de casa para ir a cenar o a tomar algo», cuenta el expresidente blanquillo.

EL POETA Y EL MENDIGO

Todo el vestuario mimó a este chico que durante las primeras semanas apenas salía de casa. Luis Costa, Pedro Herrera y Cedrún lo cuidaron con especial atención, pero uno de sus mayores apoyos fue Avelino Chaves. Les unía un fuerte vínculo. El secretario técnico fue su gran pilar durante ese comienzo tan inestable, de hecho, el charrúa se refería a él como «mi papá». Su mano cálida templó los nervios de Sosa, sobre todo cuando comenzó a recibir una oleada de críticas por parte de un sector de la prensa zaragozana. «Fue la diana de algunos periodistas para atacarme a mí», relata hoy Aznar.

Su calidad incontestable y aportación al juego no se compaginaron con goles. Era la excusa perfecta para algunas voces que olieron la sangre y buscaron carne fresca. Un periodista le cambió su mote de ‘El poeta del gol’ por ‘El mendigo del gol’, aunque aquel chascarrillo terminó por volverse en su contra semanas después. Lo que suele pasar. Rubén no oía la radio, ni leía diarios, pero aquellas consignas incendiarias prendían al aficionado zaragocista, que ya empezaba a pitarle. «Tuvo que salir Juan Señor a pedir calma y a decir que era un grandísimo jugador». Hasta Rubén se sorprendía de la imparcialidad de algunos: «Hace poco jugué un gran partido en La Romareda, solo me faltó marcar gol. Al día siguiente, la prensa dijo que había estado mal. Sería importante que variase esa mentalidad», confesó a Don Balón.