En su carrera deportiva Víctor Fernández ha hecho cumbre, que la hollan los menos, porque reúne un conglomerado de capacidades y virtudes muy amplia. Una de ellas, quizás entre las más destacadas, ha sido su distinguido ojo para ver dónde hay un buen futbolista y su habilidad para evaluar problemas e identificar soluciones. Cuando el Real Zaragoza consiguió la salvación la temporada pasada, una permanencia agonística, de profundo sufrimiento personal, el entrenador se detuvo, bajó revoluciones y miró hacia el futuro. Su valoración de lo que le faltaba al equipo y de lo que le sobraba, de dónde estaban las debilidades y dónde las fortalezas, de quiénes eran los elegidos y quiénes debían ser los caídos, ha resultado cercana a la perfección y con una gran adaptabilidad para ser moldeable en el tiempo y a las circunstancias. La ejecución del plan por la dirección deportiva también ha alcanzado ese mismo nivel y parecida elasticidad.

En verano, Víctor Fernández lo reclamó públicamente. «No podemos permitirnos el lujo de equivocarnos». Cada céntimo de euro tenía que acabar en un buen destino, casi ninguno en una mala inversión. El límite salarial, lejos de los más poderosos, obligaba a trabajar con la máxima minuciosidad. La precisión con la que el técnico y Lalo Arantegui se han movido en el mercado ha sido la de unos relojeros. Ya fue bueno el del pasado verano, aunque todavía quedaron lagunas y vacíos sin cubrir, pero ha sido especialmente brillante casi todo lo que ha sucedido desde octubre hasta febrero.

Han sido sobresalientes las elecciones de las salidas en enero, varios de ellos futbolistas titulares hace dos temporadas con Natxo González y aquel ascenso frustrado, es decir, en una campaña notable, y la selección de sus sustitutos, con especial énfasis en El Yamiq y anteriormente con Javi Puado. De esos polvos vienen estos lodos.