Julia, arquitecta de 40 años, supo que algo no iba bien cuando su hija de dos años empezó a tener comportamientos raros. «Se rascaba sus partes íntimas, tenía infecciones, hacía gestos lascivos con la lengua, me chupaba el brazo y en ocasiones estaba descontrolada». La madre dio palos de ciego. Pensó que la niña podía no ver bien o ser hiperactiva. Un día descubrió el verdadero problema. Su hija, que siempre ha sido muy espabilada e inteligente, sabía expresarse con dos años. Y se lo contó. A su manera y con sus palabras. «Papá me hace todo esto». Julia -separada del padre de su hija desde que esta tenía 12 meses- se fue directa a los servicios sociales del pueblo de Madrid donde residía. «Me soltaron que acariciar los genitales es algo normal y que no le diera importancia porque los niños olvidan. Me recomendaron llevar a mi hija a una psicóloga para comprobar si estaba diciendo mentiras». Fue la primera bofetada. A partir de ahí, vinieron años de calvario judicial, policial y asistencial para evitar que el padre la siguiera viendo y abusando de ella.

Julia explica que su hija nunca tuvo relación con el padre. La pareja se rompió pronto y nunca se mostró especialmente interesado en ejercer la paternidad.

Desidia en el hospital

Cuando la niña cumplió los cuatro, volvió a hacerse pis y caca encima y no hablaba con tanta fluidez. Un día, al cambiarla, le vio el ano. «Me quedé muerta», explica. «Mi hija empezó a gritar que no se lo mirara, que no quería que su padre se enterara», añade. Julia se fue a un hospital, donde la doctora que la observó «no hizo nada» y la derivó a pediatría social.

Su siguiente paso fue acudir al equipo de menores de la Guardia Civil, que certificó el abuso sexual, «con prácticas sádicas incluidas». El centro oficial de la comunidad de Madrid también avaló el abuso.

Pero el padre pidió la custodia de la niña. «Lo hizo -explica Julia- para salvarse del caso judicial de abuso». El padre reclamó visitas y terapia de vínculo paterno y acusó a Julia del (controvertido) síndrome de Alienación Parental (SAP), situación en la que uno de los dos progenitores intenta poner a los niños en contra del otro.

Julia abandonó su trabajo y dedicó su vida a poner a salvo a su hija. «No la podía llevar a la consulta privada de cualquier psicólogo porque el padre me hubiera acusado de manipularla. Así que me dediqué a otra terapia: darle a la niña (que ahora tiene nueve años y medio) una vida normal y feliz».

«Me calienta el ‘chichi’»

Marta, vecina de Gerona, es otra madre que ha pasado por un viacrucis similar. Su hija tiene ahora ocho años. Cuando tenía tres y medio y hacía pocas semanas que la pareja se había separado, la pequeña le soltó: «Mamá, me calienta el chichi». Marta desnudó a su hija y no vio nada raro. «Papá me toca el chichi», siguió la niña. «Cariño, será al limpiarte cuando vas al baño». La repuesta lo cambió todo: «No, lo hace con el dedo. Me lo mete por el agujero de delante y de detrás».

«La llevé al hospital y me dijeron que la niña se expresaba como si tuviera cinco años y que fabulaba con cosas de adulto», explica. «Se limitaron a hacerle dos test de inteligencia y a preguntarle cosas sobre la familia. Según ellos, mi hija era una niña feliz y los niños abusados no son felices», critica Marta, que en la actualidad, y a pesar de todo el calvario asistencial, policial y judicial que ha vivido, comparte en la actualidad la custodia con su expareja.

Conciencia judicial

«En su día, conseguí pararle los pies respecto al abuso. Pero me consta que la maltrata», concluye, tras hacer hincapié en la necesidad de que los jueces tomen conciencia de la necesidad de proteger a los niños.

Marta, después de todo lo que ha vivido, recomienda a los afectados grabar a los menores cuando confiesan por primera vez el abuso, ya sea en urgencias o en un centro de asistencia primaria.