"No puedo maquillar una mirada, así que tendrás que dirigirla al suelo o te reconocerán". Según Mariví, que había llevado a cabo todo el proceso de transformación física de periodista a indigente junto a sus alumnas de estética de la Academia de Enseñanza Pignatelli de Zaragoza, éste era el punto flaco del personaje, porque "quien pide no tiene una mirada joven ni viva", ni "unas manos suaves y sin grietas". Eso sólo lo cambia la vida.

Aún así, el proceso de transformación se dejó notar pronto. Látex para recrear unos labios despellejados por el frío, colores oscuros para avejentar e hinchar una piel que debía estar curtida por el viento y el sol, cera en el pelo para apelmazarlo y esconder las mechas de peluquería...

Pero lo que había sido hasta entonces un juego de sombras dejó paso a la cruda realidad en el momento de cambiar de vestimenta, cuando la lana vieja comenzó a picar en la piel y las múltiples capas que sustituían a un buen abrigo se empezaron a hacer molestas. El espejo devolvía una imagen impactante tras una hora de trabajo. Pero la disfrazada periodista seguía viéndose como siempre.

"No hables con la gente, porque tu voz de delata, y cambia tu forma de andar para que sea insegura y lenta, porque si no nadie te creerá". Eran los últimos consejos seguidos de cortos paseíllos por el interior del centro de estética, que la periodista repetía para entrar en la piel del personaje pero también, íntimamente, para retrasar el momento de salir a la calle, la verdadera prueba de fuego.

"Sobre todo, recuerda: echa tus ojos al suelo, como si sintieras la humillación", repetía Mariví. Curiosamente, esconder la mirada resultó lo más fácil, y la humillación afloró. "No mires a los ojos", se decía a sí misma la periodista. Quienes se cruzaron con ella, raramente lo hicieron. No la reconocieron. Apenas la miraron.