Ahora resulta que la Medalla de Oro del Congreso de los Estados Unidos que se le impuso a José María Aznar la hemos pagado todos nosotros por vía presupuestaria y por acápite reservado. En principio, que las cosas en Estados Unidos se consigan pagando, incluso las condecoraciones, no deben producir sorpresa en un país en el que los grupos de presión están regulados por ley y el tráfico de influencias es una sana costumbre calvinista. Aquí lo que sorprende es que un amigo tan privilegiado de Bush, como presumía ser el expresidente del Gobierno, tenga que pasar por taquilla para tener reconocimiento. Y sorprende más que el expresidente no fuera capaz de pagar los caprichos de su propio bolsillo.

Dos millones de dólares es una cantidad importante para recibir un galardón, aunque es pronto para calibrar si esos pagos para conseguir una medalla constituyen un delito. Me acuerdo ahora de que se le quiso meter en la cárcel a José Luis Corcuera porque unas navidades regaló unas modestas joyas a las esposas de sus colaboradores, nada parecido ni que se le acerque al valor, a lo que nos ha costado la medalla que le hemos regalado entre todos a Aznar. Lástima que se la hayan comprado sin consultarnos y escondiendo la factura, con una especie de fondos reservados del Ministerio de Exteriores. Lo que sorprende es que Aznar, que nunca pareció tonto, no se percatara de que el poder es efímero y que cuando se sale de él, siempre hay un desaprensivo que levanta las alfombras para ver si todo lo que reluce es oro.

*Periodista