Dicen los italianos aquello de primo mangiare, dopo filosofare. Seguramente podría aplicarse, en esta coyuntura, a multitud de asuntos que, siendo fundamentales, parecen no tener espacio, o se ven superados por la vorágine o la excusa de la crisis. Esto sucede con el estado autonómico. Estigmatizados desde diversos frentes del centralismo más radical, las autonomías quedan señaladas como culpables de una crisis que no han causado.

Difícil coyuntura la de los partidos territoriales, nacionalistas y autonomistas. ¿Debemos renunciar a nuestra herencia, a nuestro sentimiento, a nuestras convicciones, para acomodarnos a la corriente simplista y facilona que nos arrastra? Sinceramente, creo que no podríamos cometer mayor error.

PARA EMPEZAR, el aragonesismo es un sentimiento. Y los sentimientos no se eligen: se sienten, se comparten, nos unen, motivan y guían. El sentimiento de pertenencia a un pueblo, a una nacionalidad histórica, es algo que se lleva dentro, y a lo que no se puede renunciar. Este sentimiento lleva a defender toda una coherencia ideológica, que se visualiza, entre otras cuestiones, en una arquitectura institucional. Nuestras instituciones son nuestras. Son expresiones del autogobierno, de la voluntad de un pueblo por trabajar por un futuro mejor, elevada a rango de ley orgánica, que forma parte del corpus constitucional, gracias al Estatuto de Autonomía de Aragón. Un Estatuto que es el mejor antídoto frente a las veleidades involucionistas recentralizadoras.

Renunciar al autogobierno o permitir la involución autonómica sería tanto como vender Aragón, pero ¿a qué precio? ¿Alguien piensa sinceramente que la recentralización garantizaría un Aragón mejor? ¿Los aragoneses tendríamos un futuro más próspero gobernados desde Madrid? ¡Claro que no! Pero en estos mares revueltos, algunos populismos ganan adeptos negando lo evidente.

La gestión descentralizada no es más cara ni menos eficiente ni lastra la economía. Al contrario. Que se lo pregunten a los alemanes, suizos o estadounidenses. Qué mejor que nosotros mismos para solucionar nuestros propios problemas, gestionando nuestras competencias --que nos son propias por ley-- desde la proximidad y el conocimiento de las peculiaridades de esta tierra. El autogobierno es, en definitiva, un poderoso instrumento frente a la crisis.

DEBEREMOS ADMITIR, sin que ello suponga contradicción alguna, que son precisos mecanismos de concertación, equilibrio y cohesión entre el conjunto y las partes del todo, entre el Gobierno central y las comunidades autónomas, pues todos juntos somos Estado. Este consenso solo se puede abordar desde la lealtad y el respeto mutuos, sin caudillismos ni imposiciones que pretendan hacer claudicar las voluntades autonómicas en beneficio del todopoderoso y --políticamente-- lejanísimo Madrid.

Habrá que buscar soluciones para evitar solapamientos. Pero sin descaminar el trecho andado. Sin volver atrás. Las soluciones suelen hallarse avanzando, terminando de recorrer un sendero que la Constitución trazó de manera inequívoca hacia la descentralización. Tal vez haya que revisarlo todo, pero empezando por el exceso de aparato del Estado, de delegaciones ministeriales, de organismos estatales con sede en Aragón que se resisten a lo que es natural, su transferencia al Gobierno autonómico, que poco a poco debe consolidarse como la administración única, como nivel superior de las entidades locales reconocidas en el Estatuto. Seamos imaginativos para buscar soluciones, pero desde la comprensión mutua y el respeto a una espléndida realidad autonómica aragonesa, que hemos construido durante casi 40 años, gracias a la aportación y la voluntad de todos.

Vicepresidente del Partido Aragonés. Portavoz del PAR en las Cortes de Aragón