Mientras el escepticismo político se ha saldado en buena parte de Europa con un giro radical a la derecha, en España, donde esta senda sigue intransitable por los agujeros de la dictadura, los masa crítica ha desaguado por el amplio hueco dejado en los últimos años por la izquierda, especialmente desde que el PSOE se echó al centro por mandato europeo. La ascensión de Podemos es consecuencia de ese desencanto, aunque no sólo. El carismático Pablo Iglesias tiene ya en su activo un cambio en la imagen y la estructura misma de los partidos, un programa electoral donde se lee lo que buena parte del electorado de izquierdas quería y, sobre todo, la ilusión, real o no (ese es el gran pasivo en su cuenta), de que se puede conseguir todo sin que salte el sistema. Además, sólo hay que pasearse por las redes sociales para ver que su marca se lleva, incluso entre quienes no le han votado, de ahí su margen de mejora. Todo lo contrario de lo que sucede con lo que Iglesias llama la casta, y que remite a una clase política distanciada del pueblo que, al margen de resultados electorales, está pasada de moda. Del bipartidismo pasamos así a la dicotomía entre vieja y nueva política, entre corrupción y pureza. Queda un año para ver cómo evolucionan las posiciones, si los primeros abren las ventanas para que corra el aire y derriban los muros de contención que les separa de la calle y si los segundos concretan y cuadran las cifras de sus ideas. Un año para tender puentes de entendimiento entre unos y otros o, por el contrario, como empieza a apuntarse, para extremar las distancias. Un año para saber si hay partida o si los partidos se lo juegan todo a un órdago en la primera baza. Periodista y profesor