Hay esperanza. Al hilo de la posible ampliación del hospital de Barbastro, el consejero de Sanidad del Gobierno de Aragón, Sebastián Celaya, declaró el miércoles que no le gusta "hacer promesas que no se pueden cumplir". Los presentes debieron de quedarse atónitos, pues estas palabras suponen un feliz hallazgo en boca de un gestor público. Y más en épocas en las que ganan excesivo peso el efectismo y los fuegos de artificio preelectorales. No es que prometer buenas obras suponga en sí un problema; todo lo contrario. Pero quienes lo hacen y sostienen el grueso de sus candidaturas en esta extendida práctica corren el riesgo de olvidar que gobernar un país, una comunidad o un municipio implica algo más que vender la burra. Entre otras razones, porque existen sobradas muestras de que una promesa política en nuestro país suele equivaler a su flagrante incumplimiento. Que se lo pregunten por ejemplo a los usuarios de los tramos aragoneses de las siniestras carreteras N-II y N-232, por mucho que ahora, más de 200 muertos después, parezca que algo va a moverse y solo en una de las vías. Ejercer este tipo de responsabilidades públicas o aspirar a hacerlo habría de significar, fundamentalmente, acometer políticas de más altura. La primera de ellas y de forma inexcusable, explicar a los votantes cómo va a velar la administración correspondiente por los intereses de los ciudadanos más vulnerables, condición que tantos siguen padeciendo. Quedarse en la espuma es tratar a los españoles como a niños de un año.

*Periodista