Hasta en los informativos nacionales se recogió ayer la noticia: el Ayuntamiento de Huesca prohíbe a sus cargos políticos y empleados públicos acudir a actos religiosos en horario laboral y/o portando los símbolos municipales o los uniformes de trabajo. Y a partir de aquí, llanto y crujir de dientes. Todo por una modificación del reglamento de Protocolo que luego, como pasa siempre, la gente se pasará por el forro y que, en cualquier caso, solo impide que se acuda a misas y procesiones en horario de trabajo. Ni que todos los que acuden a esos actos lo hicieran por fe sincera y por devoción... Pero esta polémica sirve para recordarnos a la defensiva que estamos con algo que, en realidad, debería ser normal en una España que es aconfesional, detalle que se nos olvida todo el rato. Es como lo de las últimas fiestas del Pilar, cuando muchos esperaban una metedura de pata del alcalde el día de la Ofrenda de Flores. Pues el hombre fue (y vestido de hortelano, además), ayudó a poner ramos en el manto, mezclado entre los operarios y los ciudadanos, y además lo disfrutó. Que yo lo vi. ¿Que no fue a misa? Y qué. Tampoco se hundió el Pilar ni se le echó en falta por allí. Por eso, a mí hay gestos de esta nueva política que me parecen bien, y otros que no tanto. Por ejemplo, que Ada Colau fuera tan grosera con los militares en la feria de empleo de Barcelona me pareció feo y gratuito. Pero que el alcalde de Huesca diga que quien quiera ir de procesión lo haga a título personal, me suena estupendamente.

Periodista