No hace ni quince días que saludé a José. Siempre que me acerco a Alloza paro en la casa del Pastor. Lo encontré jovial, con ganas de charlar y de reírse. Se ayudaba para caminar con un tacataca pero su cabeza se regía con una asombrosa lucidez. Tanta que me atreví a bromear sobre sus esperanzas de vida. Yo le pronostique unos cuantos años más, y le pregunté si se encontraba con ánimos de seguir celebrando cumpleaños. Tenía ánimos e ilusión. Nunca conocí a un hombre que agradeciese tanto al destino haber nacido y disfrutar de la vida. «Por mí no va a quedar...», me contó sin rodeos.

José es el ejemplo perfecto de la felicidad. Un ser humano que ha sabido pesar en una balanza lo que el destino nos depara y lo que nosotros aportamos a ese proyecto de vida. Él siempre entendió que la suerte llamó a su puerta el día en que nació, hace 101 años. Ni un reproche, ni una queja, nada que oponer a «una vida de primera».

Nunca calculé que su fin estaba próximo. Su fallecimiento me ha pillado desarmado, preparado para pasar cualquier mañana por su casa y volver a recordar esos pasajes de su riquisima existencia, esos viajes envidiables y esas gracias tan aragonesas. José poseía un humor socarrón, una forma de encarar las cosas que siempre dejaba la puerta abierta a la retranca. Yo le seguía la corriente y le animaba a expresarse con esa filosofía tan afectuosa. Recuerdo que a menudo me decía «Bien, chico, bien. Que vida mas buena he tenido. No se le puede pedir más».

Con José Iranzo se nos va un tipo de aragones genuino, un auténtico hombre hecho a sí mismo, el último folclorista que entendió la jota como una vocación más allá del mero espectáculo, por más que poseyera un sentido asombroso de la puesta en escena. Pero todos sus gestos eran naturales, sin ninguna impostura ni afectación. Se le recordará como un hombre bueno que no consintió tener enemigos porque nunca envidió a nadie. Y vivirá eternamente porque su voz y su estilo nunca caerán en el olvido.