Hay dos tipos de personas: las que leen los prólogos de los libros y las que se los saltan. Sin embargo, este prólogo con forma de columna no se lo salta un gitano (si el gitano pertenece al primer grupo, claro). Prologar un libro no es fácil. En muchos casos hay que haber leído el libro antes. En otros hay que conocer al autor, su vida y su obra. En el caso de este prólogo se da una insólita circunstancia: el prologuista es el autor del libro, aunque no se conoce mucho, la verdad. Se tiene que leer más. Del libro en cuestión tampoco sabe demasiado. ¿Qué sentido tiene entonces prologar el libro? Bueno, los prólogos no tienen mucho sentido de por sí (como ya sabrán los que se los saltan). Sin embargo, hay que llenar páginas, hay que engordar el libro, y el prólogo cumple esa función básica. Que el libro es muy delgado, pues se le pone un prólogo de veinte páginas. (Tranquilos, este es muy cortito, como el autor del mismo).

Por otro lado, en principio, a cualquier libro se le puede escribir un prólogo. ¿Por qué no? Si la obra se llama, por ejemplo, Me cago en los prólogos, tal vez podría resultar una provocación o una mala idea el escribir uno, pero bueno. En este caso no es una provocación, es un capricho. Como el mismo libro, realmente. Y el prólogo tiene que estar a la altura, a bastante altura si puede ser (para que no se lo salten los antiprologuistas). De cualquier forma, es más fácil que esté a la altura si el prologuista es a la vez el autor del libro. Otro autor podrá escribir un prólogo mejor o peor que el libro que precede (aunque compararlo sea algo verdaderamente estúpido), pero el propio autor es más fácil que no se traicione a sí mismo y así conseguir que su estilo y talento sea parejo al del libro. En fin. Prologar no es fácil, ya digo. Pero ya está escrito. Su prólogo, gracias.