La reciente muerte de Battiato me hizo saber que llevaba ya algunos años perdido entre la niebla del alzhéimer. Me dio una pena tremenda pensar que la mente capaz de crear La perspectiva Nevski o Los trenes de Tozeur anduvo extraviada por los raíles de una realidad distinta. Me estremece porque sé que es siempre una lucha cruel de la que no es posible salir victorioso.

Todos los que tenemos o hemos tenido cerca a alguien querido perdiendo el tesoro de la memoria sufrimos una especie de angustia y colapso cada vez que una palabra o un hecho vuela del control de nuestra mente, esa prostituta melancólica y caprichosa. La mía ha sido siempre muy fiable para aquello que me importa y absolutamente discriminatoria con lo que no me importa, que es un capítulo amplio de hechos y cosas. Es decir, yo era una memoriosa despistada. Me parece bien. Hay que vivir. Pero, pero, pero... lo que me pone los pelos de punta es lo que me pasó hace un tiempo con el piscolabis. Yo buscaba una palabra exacta que sabía que estaba ahí, pero mis neuronas no realizaban la sinapsis adecuada y ella no aparecía. Me cabreé mucho y mi pobre cerebro empezó a trabajar, ya de muy mal humor. Sólo me salía la palabra «piscolabis», que no era la que tocaba, y ese hecho me ponía nerviosísima. Decidí olvidar el tema, sabiendo que mi corazón seguiría buscando y ya me avisaría cuando acabase. Siete horas después, caminando por la calle, me puse a gritar «¡pusilánime, pusilánime, pusilánime!», cual Arquímedes agarrado a su Eureka, Newton a su manzana o incluso Catulo a su Lesbia.

Resumiendo, siete horas le costó a mi cerebro hacer una cosa que hace cuatro días me costaba dos décimas de segundo: encontrar la palabra adecuada. Ni siquiera he sido nunca consciente de buscarlas. Venían. No me abandonéis, por Dios, no podría soportarlo.