De niña tuve una amiga que era ciega, había nacido ciega, y sin embargo sus ojos eran de un azul intenso y muy hermoso. Mi amiga y yo siempre estábamos juntas y hablábamos de cosas diferentes, de las cosas que no se pueden ver, que ella no podía ver, así que hablábamos del amor y del tiempo y de cómo seríamos cuando fuéramos mayores, algo que le ponía muy triste porque decía que iba a ser siempre la misma niña/mujer ciega. Yo intentaba animarla y le decía que la ciencia avanzaba deprisa y pronto los médicos podrían devolverle la vista y entonces vería los árboles repletos de flores, el color del mar y la espesura blanca de la nieve. Ella asentía y luego lloraba y me pedía que le dijera cómo era el mar y yo colocaba sus manos entre las mías y le decía que el mar no era, que el mar nos esperaba y ella me decía que una vez se bañó en el mar, pero tuvo miedo de la oscuridad, y yo le dije que la próxima vez nos bañaríamos juntas y no habría oscuridad porque el mar era luz. Sonrió largamente y me dijo que a veces intuía luces y esas luces venían de sabores que eran dulces, ácidos, amargos, de sabores que se expandían por su cerebro y le hacían pensar por un instante que no estaba ciega y que a través de los sabores podía vivir una vida como la de cualquier otra niña. Me gustó que me contara eso y me gustó saber que a través de los sabores vivía una vida casi normal.

Mi amiga tenía el pelo recogido en largas trenzas que su madre arreglaba cada mañana, mientras le decía que era la muchacha más hermosa y ella le repetía mañana tras mañana que no le dijera eso, porque ella no podía ver su reflejo en ningún espejo y por eso no sabía qué era la hermosura. La madre intentó definírsela y ella preguntó: «¿qué sabor tendría la hermosura?». La madre se quedó en silencio y le dijo que sería algo así como un caldo humeante en días de nieve o un puñado de cerezas rojas en tardes de verano. El sabor de la cereza era hermoso y el caldo en su estómago en días de frío también lo era, así que por fin sabía que ella era algo así como un caldo que calma el frío y un puñado de cerezas que degustas en tardes calientes y que son infinitas.

Mi amiga no veía, pero cada vez sabía más de las cosas. Sabía que la nieve es merengue y que el mar roza en los límites de la tierra, como una trufa salada lo hace en la cavidad bucal. Sabía que los días son bocatas de chorizo y los fines de semana una dulce torta de limón y que yo, su amiga, era algodón de feria al que se abrazaba para no dejar de sentir. Ella adquirió tantos sabores que llegó a verlo todo y un día, cuando deambulaba sola en la oscuridad de su casa, quiso poner color al sabor más amargo y mezclando limón, aguardiente y sal se zambulló durante horas a ese delirio que la dejó extenuada y frágil y en breve cita escribió: «Ahora también ya conozco el color de la muerte».