En una entrevista de Laura Carnicero al diputado de Teruel Existe Tomás Guitarte publicada recientemente en la edición digital de este diario, el político turolense volvía a defender que su formación es «un movimiento ciudadano transversal en el que tiene cabida todo el mundo, siempre que sea capaz de dejar a un lado sus posiciones ideológicas partidistas y esté dispuesto a trabajar en la consecución de unos objetivos». Guitarte, un hombre de trayectoria progresista y al que su apoyo al Gobierno de Pedro Sánchez le costó las amenazas de la ultraderecha, emplea un argumento que empieza a consolidarse con naturalidad últimamente. Está de moda menospreciar la importancia de la ideología, ocultarla, como si tenerla fuera algo propio de botarates radicales. La ideología se demoniza y se confunde con el sectarismo, cuando todo tiene una ideología y todos tenemos una. Incluso los que dicen eso de que «ni de izquierdas ni derechas» se posicionan ideológicamente al presumir de ello. La ausencia de ideología es una peligrosa ideología.

Guitarte comparte con el presidente de Aragón, Javier Lambán, al menos esta estrategia de restarle importancia. En ambos casos parece una autoconvicción estratégica. El presidente aragonés, de sólida formación intelectual y política, empezó defendiendo un cuatripartito de «ideologías diversas» para continuar diciendo que las ideologías en estos tiempos importan menos y acabar diciendo que las diferencias entre la izquierda y la derecha «no son tantas». Desde que los presidentes aragoneses se convencieron de que son algo más que agentes de una sucursal de su partido, todos han buscado un argumentario que justificara su acción política. Así, Marcelino Iglesias con su vicepresidente José Ángel Biel, halló en el concepto de la estabilidad la mayor virtud de sus tres Gobiernos consecutivos. Luisa Fernanda Rudi, con su vicepresidente José Ángel Biel, apeló a la racionalidad del gasto público (el eufemismo de los recortes) y las siete palancas de Joaquín Costa para tratar de decir que su Gobierno sería firme y regenerador. En su caso el argumentario no le sirvió para repetir legislatura. Lambán, que ya está en la segunda, esta vez con Biel agazapado en el proscenio, ha sido habilidoso para encontrar en el concepto de la transversalidad un modo de justificar un cuatripartito que parecía inverosímil y que funciona como una balsa de aceite.

También Íñigo Errejón se sacó de la manga eso de «los de arriba y los de abajo» para tratar de convencer a algún despistado de derechas. O Albert Rivera, que defendía una España «sin rojos ni azules» (aunque luego quedó claro que el azul era su color). Tanto Errejón como Rivera son dos hombres que soñaron con ser líderes de partidos mayoritarios, por lo que sabían, como Lambán y Guitarte, que restar importancia a la ideología es una buena forma de intentar llegar a un amplio espectro de votantes.

Pero apelar al final de la ideología (una idea desarrollada hace más de medio siglo) es también invitar a construir una sociedad acrítica y conformista. Porque votamos un modelo concreto de organización, votamos a unas siglas y, por supuesto, la ideología siempre acaba determinando la forma de dirigir un país. Votamos a una candidatura de algún partido político, no a una del Colegio Oficial de Gestores Administrativos. Pensar que la ideología es algo negativo que divide y enfrenta es, en el fondo, negar la propia política.

Porque hay ideología, y así debe ser, en la política fiscal, en la planificación hidrológica, en el modelo económico, en la planificación cultural, en el sistema de pensiones, en las reformas laborales, en los derechos sociales, en las políticas de igualdad, de juventud o de mayores. Hay ideología en el diseño de los servicios sociales y en el de la educación y la sanidad. Disimularla puede ser rentable para ganar unas elecciones, pero engañoso a largo plazo. Porque tan importante es defender un proyecto para un territorio como saber cómo se defiende. Tan importante es defender la construcción de una carretera como posicionarse en cómo resolvemos cuestiones generales que son incluso más importantes que una infraestructura. Y eso todos los políticos, también Guitarte, lo saben.