Si el presidente de los Estados Unidos no te ha llamado en los seis meses posteriores a su elección, desengáñate: o no le caes bien o pasa de ti como de las moscas. Pedro Sánchez se topó hace unos días con Joe Biden en una de esas reuniones de altos mandatarios y el encuentro resultó decepcionante. Ese trato de aparente indiferencia hacia el líder del Gobierno español no fue mucho mejor que el que le dispensó tiempo atrás el pedazo de carne con ojos de Donald Trump. Sánchez parecía un cazador de autógrafos y su homólogo, una estrella del rock que se resiste a regalarle su firma. No parece la manera más adecuada de forjar una relación.

Lo de perder la dignidad viene de lejos. José Luis Rodríguez Zapatero era candidato socialista a la presidencia del Gobierno cuando, en octubre de 2003, se negó a saludar la bandera de EE UU durante un desfile. Con ese gesto quiso mostrar su rechazo a la invasión de Irak. Zapatero fue coherente con sus ideas, pero tiempo después, ya como presidente del país, hizo el canelo al mendigar con ahínco un saludo de George Bush jr. Lo peor es que no supo qué decirle cuando lo tuvo enfrente, sobre todo porque no tenía ni papa de inglés. Mariano Rajoy, como tampoco sabía otro idioma que el del Marca, nunca se complicó la vida, pero resultaba doloroso verlo siempre ahí tan solo, sin saber de qué hablar en las cumbres.

Sánchez haría bien en tratar a los demás como le tratan a él. Si se vuelve a encontrar con Biden, saludarle con un «¿qué hay de nuevo, viejo?», regalarle un sonotone o lanzar una advertencia general («a ver si acabamos pronto la cumbre, que el abuelete tiene que ir a dormir») sería lo apropiado. Cualquier cosa menos perder otra vez la dignidad.