Se acaba el curso y esta Hoguera se despide hasta septiembre. El curso sustituye para mí al año natural en cuanto a principios y finales, así que esta es la época de los buenos propósitos. Estoy pensando hasta en dejar de fumar. Una vez lo hice (durante seis meses). Nadie que no haya tenido una adicción de verdad podrá entender la experiencia. Hubo tardes en las que lloré de auténtica pena porque nada tenía sentido ya: ni salir de trabajar, ni tomar un café con los amigos, ni leer, ni escribir ni –sin entrar en más detalles– ninguna otra actividad antes tan grata. No merecía la pena porque después quería fumarme un cigarrillo y resistirse era tan duro que resultaba preferible no hacer nada de eso, solamente aguantar entre cosas banales con un 'no' entre las cejas.

Dormía horas y horas. Cosía botones. Me iba al cine. Pero un buen día, a mitad de mañana, me di cuenta de que no había pensado en el tabaco, de que había vivido normalmente y sin sufrir. Y me hizo gracia. Una noche salí a cenar. Y no fumé. Y no pasó nada. Luego salí otra noche, y otra. Pensé que yo había vivido mi adicción como se vive un amor cuando se es muy joven: tu sangre te lo pide, tu pensamiento lo llama, estás verdaderamente enferma sin él. Pero sabes que él no te hace feliz ni te hace mejor y, de repente, una tarde, ves que has pasado cinco horas sin echarlo de menos. Y al día siguiente son diez, y al mes ya casi no te acuerdas. Y eso te libera. Pero también te deja un poco huérfana. Ya no se enciende la noche por una sonrisa o por una frase que tal vez significa algo, ni una mirada te traspasa como una espada ni una palabra suya bastará para sanarte. A cambio de no sentir una ansiedad constante pierdes toda esa extraña luz con la que antes mirabas las cosas. De dónde saldrá esa luz, por qué vendrá, a dónde se va luego.