Uno de cada cuatro trabajadores españoles tiene un contrato temporal. Se trata de la tasa de temporalidad más elevada de todos los países de la Unión Europea, un vergonzoso primer puesto por el que la Comisión ya ha apercibido a España en varias ocasiones. Gobiernos anteriores al de Pedro Sánchez intentaron atajar este fenómeno, aprobando medidas que apenas maquillaron la tendencia. La temporalidad está enquistada en la economía española porque hay un ecosistema laboral y fiscal que lo facilita, lo que convierte este problema en una madeja difícil de desenredar. El Ejecutivo, acuciado por Bruselas, aborda nuevamente este asunto, pero esta vez lo hará desde múltiples frentes, para lo cual ha movilizado a tres ministerios: los que lideran Yolanda Díaz (Trabajo), Miquel Iceta (Función Pública) y José Luis Escrivá (Seguridad Social). Las propuestas van desde la simplificación de los tipos de contratos a tres modalidades hasta el endurecimiento de los despidos de menor duración o la limitación a tres años de la interinidad en el sector público.

Si en los meses anteriores, el diálogo social se centró en los ertes del covid, en adelante los grandes asuntos sobre la mesa de negociación serán la reforma laboral y de las pensiones. Estos dos últimos forman parte de los grandes compromisos del Gobierno español ante Bruselas, y de su cumplimiento depende el desembolso de los fondos europeos a lo largo de 2022 y 2023. Lo que está en juego no es poco, por lo que todo parece indicar que el próximo otoño se intensificarán los contactos con los agentes sociales. Unas negociaciones que no serán fáciles, a tenor de las declaraciones del presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, sobre la «posición frontal» de la patronal a la reforma laboral que plantea Díaz. Tampoco lo serán en materia de pensiones, aunque el acuerdo que se firma este lunes parece indicar que está más avanzado, puesto que queda por resolver cuál será la alternativa al factor de sostenibilidad, el auténtico escollo. La coincidencia en el tiempo de las negociaciones en materia de empleo y de pensiones puede hacer que haya interferencias entre una y otra.

Si nos centramos estrictamente en la lucha contra la temporalidad, las medidas planteadas por el Gobierno son a priori razonables. La reducción de la gran variedad de contratos a tres tipos (indefinido, temporal y de formación) acotará las circunstancias en que se emplea uno u otro, y ceñirá los temporales a cuando realmente haya picos de trabajo. También limitar la duración de estos a un máximo de un año, o a dos si es para cubrir una baja, evitará situaciones de fraude en los que un empleado encadena contratos en la misma empresa. En Seguridad Social, tasar más la cotización de los contratos más cortos pretende desincentivar al empresario que abuse injustificadamente de esta modalidad. Sobre estas propuestas, el diálogo social debe permitir un punto de encuentro entre las sensibilidades de los sindicatos y las de los empresarios, lo que no puede alcanzarse mediante imposiciones ni ultimátums.