Los presidentes del Gobierno español y de la Generalitat de Catalunya, Pedro Sánchez y Pere Aragonès, se sentaron este martes para hablar durante dos horas y media. Y lo relevante es tanto que consiguieran hacerlo tras años de atrincheramiento como que además dejaran claro que no se levantarán de la mesa (en sus diversos formatos, y por más difícil que sea llegar a compromisos) en un horizonte no acotado ni siquiera por los dos años que quedan de legislatura. Que es tanto como un compromiso para que la relación entre ambos gobiernos transcurra por las vías de la política institucional y deliberativa durante un periodo razonable. Es algo más que un simple desbloqueo (pero bastante menos que dar avances sustanciales hacia un acuerdo que nadie espera a corto plazo y que deberá superar aún muchas pruebas, transacciones y recomposiciones del clima político, judicial y emocional que reclaman tiempo).
La aprobación de los indultos a los líderes del 'procés' que desde el primer día aceptaron asumir sus responsabilidades ha abierto la puerta de un camino por la vía de la política en el que no debería interferir el transcurso de las muy diversas causas aún pendientes en la vía judicial. Deben seguir siendo dos lógicas autónomas, incluso cuando pueda haber quien dude de la ausencia de intenciones políticas en determinadas decisiones o quiera atribuir groseramente al Estado la voluntad de tender obstáculos para el diálogo tan complicados como el que suponen las peticiones de fianzas por parte del Tribunal de Cuentas.
Más allá de la voluntad expresada de encauzar el conflicto catalán, en el campo de las decisiones concretas Sánchez y Aragonès pusieron en el calendario la próxima reunión bilateral entre los gobiernos central y catalán para el seguimiento de los conflictos competenciales, el cumplimiento de las inversiones del Estado y la gestión de los fondos europeos (en julio) y, ya después de la Diada, al encuentro de la mesa de diálogo que solo tuvo una reunión, saboteada por un Quim Torra que acudió arrastrando los pies.
