Llevamos tres días hablando sobre todas las derivadas deportivas y en clave de salud mental de la retirada de Simone Biles, pero se ha hablado algo menos de que el revuelo tiene mucho que ver con su condición de mujer, y de mujer negra.

Me apuesto el hijo primogénito que jamás tuve a que si la retirada de Simone Biles la hubiera protagonizado un hombre blanco hoy estaríamos leyéndoles, a todos los columnistas de extremo centro, artículos con prosa engolada en los que hablarían de los héroes derrotados, los hermosos vencidos, el galo moribundo y la épica del fracaso.

Ningún humorista de tres al cuarto acusaría al deportista de haberse retirado por un problema en la próstata. No veríamos a gurús variados pontificar sobre la cultura del esfuerzo y sobre excesos de emocionalidad –una emocionalidad, por cierto, que estuvo del todo ausente en la rueda de prensa de Biles, quien racionalmente presentó su retirada como un favor a las posibilidades de medalla de su equipo–. Porque ninguno de ellos lo ha hecho, por ejemplo, cuando McEnroe le gritaba al juez de pista o Djokovic, el negacionista del covid, bocachancla y rey de las 'espantás', sufría misteriosas lesiones el día antes de una final. Lo de criticar la emocionalidad para desvirtuar el discurso tiene incluso un nombre en inglés, el 'tone policing', y no deja de ser una burda falacia argumentativa que se emplea contra grupos minoritarios para hacerlos callar.

Todos estos campeones de las gestas épicas de Varon Dandy y carajillo, que se llenan la boca hablando de presión y de valores deportivos (aunque lo más parecido a que practiquen un deporte olímpico es la barra fija, mientras ven a Messi marcar goles en una tele) son, por desgracia, quienes se han erigido desde sus púlpitos en árbitros del éxito o el fracaso en nuestra sociedad. Quienes validan la idea de que la vida es una competición continua que solo se gana con el oro metafórico o real, y que este queda reservado a valores que creen masculinos. Son pobres hombres, por mucho que sean millonarios en bilis.