Pedro Sánchez alarga el chiringuito. Lo suyo es resistencia para permanecer, mientras el mundo sigue como en la película de Fernán Gómez, con su blanco y negro de credibilidad: para qué gastar el tiempo en explicarte si ves el horizonte satisfecho. El tipo se lo está pasando en grande en su descanso y por eso no quiere interrumpirlo. Ahora se habla de los matices de su vestimenta: el nivel ha bajado hasta sus pies y se comentan sus alpargatas beis, estivales y amplias, para esos pies de pívot que no salta, cuando lo alucinante es que siga de vacaciones ante la mayor crisis internacional desde el 11-S. Pero Sánchez se suele columpiar entre la realidad y el sueño sin quitarse la máscara ni torcer el rictus, porque es un hombre de gestos por encima de la adversidad. Sin embargo, aquí no se detecta: charla amigablemente con Margarita Robles, ministra del ministerio que él mismo declaró prescindible en 2015, y José Manuel Albares, de Asuntos Exteriores, por plasma, mientras se regocija por la repatriación del primer vuelo español desde Kabul. Pedro Sánchez guarda un talento innato para beneficiarse del trabajo ajeno: es el reboteador máximo de un equipo al que todos le pasan el balón para que luzca él. Las sandalias del pescador de votos parecen andar llenas sobre el mar, pero la gente empieza a sospechar que no hay vida detrás del muñeco de pilas capaz de caminar 29 segundos junto a Biden. Lo de las alpargatas es solo metafórico: no hay nada al otro lado de ese plasma que resulte verdad. Ni en hechos ni en palabras. El Gobierno del feminismo guarda su cabeza de avestruz mientras la mayor crisis humanitaria contra las mujeres es cosida por la desesperación de miles de madres pasando a sus hijos por encima de los muros del aeropuerto de Kabul. Todos los presidentes europeos han comparecido ante sus ciudadanos y Angela Merkel se ha ido a Rusia para comentarlo con Putin, pero Sánchez se aplica en disfrutar mientras las alpargatas hablan por él.