Las escuelas e institutos tienen ya al doblar la esquina el inicio del tercer curso bajo la amenaza de la pandemia. El primero, con una estampida que de un día para otro envió a profesores y alumnos a sus casas, les obligó a reinventar la docencia, creando sobre la marcha un modelo de educación no presencial. El esfuerzo fue meritorio, el aprendizaje ofreció valiosas lecciones y se salvó la escolarización en pleno confinamiento. Pero se mostraron los límites de este formato, y eso llevó a revalorizar los valores de la socialización en las aulas. La estrategia de los grupos burbuja, con una relación casi normalizada en su interior y toda la distancia posible con los otras burbujas de la misma escuela, la ventilación de los espacios y la rutina de confinamiento de grupos y cribaje cada vez que aparecía un contagio funcionaron. No solo fue posible superar el curso con suficiencia, sino que la escuela se convirtió en un lugar más seguro que otros ámbitos de convivencia e incluso actuó en gran parte como mecanismo de rastreo, de detección y aislamiento de casos. La escuela no fue un lugar de contagio sino todo lo contrario. Todo ello fue posible gracias al esfuerzo de los profesores, convertidos en una extensión más del sistema de salud pública, y a un grado de responsabilidad por parte de alumnos y familias por el que muchos no hubiesen apostado a priori.

El pasado mes de mayo se empezaron a plantear posibles medidas de alivio. Y las comunidades más reticentes al gasto en la escuela pública, evidentemente, también empezaron a poner sobre la mesa la posibilidad de desmantelar el esfuerzo hecho en dotación de personal.

Es cierto que gran parte de los escolares de secundaria estarán vacunados. Pero ni un número suficiente dispondrá de la pauta completa a tiempo, por lo menos durante el primer trimestre, ni los alumnos de 12 años de primero de ESO tienen aún la posibilidad de vacunarse, ni tampoco los de primaria. Eso debería bastar para decidir, por simple prudencia, mantener los recursos, precauciones y organización del curso anterior. Por lo menos. A un lado de la balanza está la extensión de la población vacunada, que inclina al optimismo. Al otro, la mayor capacidad de contagio de la variante delta, ante la cual aún no se ha comprobado si los protocolos anteriores en los centros escolares son suficientes, su mayor impacto en los menores y el hecho de que gran parte de la población escolar viene de un verano en que se ha relajado notablemente y con una incidencia del virus que nada tiene que ver con la del final de curso. La escuela debe estar preparada para esta prueba.