Vaya por delante mi petición de perdón por utilizar tal palabreja o, en su caso, la solicitud a la RAE para incluirla en su diccionario. +De jóvenes, en nuestro proceso de aprendizaje, nos afanamos en realizar todas nuestras acciones según una variante de la ley del mínimo esfuerzo, dicho sea esto en el mejor sentido de la palabra. Hasta nuestro cerebro que, ante un nuevo reto, sea físico o intelectual, utiliza su corteza, que es donde se encuentra el yo consciente para realizar la nueva actividad con un considerable esfuerzo, supongo que también calórico, al cabo de poco tiempo, va automatizando esas acciones, haciéndolas menos conscientes, es decir, va interiorizando las conexiones neuronales, optimizando movimientos y, en fin, realizando un menor esfuerzo con mayor efectividad. Es el caso de cualquier actividad deportiva, pero también lo practicamos en el instituto o en la universidad.

La sociedad moderna nos empuja a otras actividades que requieren de gran automatización. Vamos andando a nuestro hogar o nuestro trabajo por el camino más corto, en los trabajos manuales cada vez utilizamos menos musculatura (lo que dicho sea de paso provoca no pocos problemas musculares de sobrecarga). Lo hacemos bien, muy bien. Aprendemos a optimizar nuestra energía logrando el mayor rendimiento con el mínimo esfuerzo, llegamos a esa etapa de plenitud en la que todo va sobre ruedas, o eso pensamos.

De pronto, un día, el doctor te dice que debes andar más o acabarás teniendo problemas circulatorios, te ha subido el colesterol, ya no subes las escaleras de dos en dos y un pibe te pide la hora tratándote de usted. ¡A quién se le ocurre!

Sí, te has hecho mayor.

Una vez recompuesto el mundo que se te acaba de caer encima, empiezas a ver las cosas de otra manera. Ya no vas a casa por el camino más corto, sino que rodeas la manzana para ver ese jardín que hasta ahora había pasado desapercibido y descubres la fragancia de las rosas. Sí, había unas roseras hasta ahora invisibles. Vas a otra parada del bus más alejada donde te encuentras gente que a fuer de verla todos los días empiezas a saludarla y hasta comienzas a explorar el barrio encontrando fruterías jamás soñadas, zapaterías a tu medida y otros hallazgos.

Descubres el comercio de proximidad, la alimentación de proximidad, aunque ya no miras el precio sino el valor de la mercancía, pero también de la oferta humana de quien te la proporciona y valoras de otra manera la amistad, la de cercanía, sea en el espacio o en el corazón. Posteriormente, en tus desplazamientos en automóvil, un día, desconectas el navegador que siempre te lleva por el mejor camino porque te das cuenta de que el mejor no es el más corto. Echas en falta que esos aparatos te presenten opciones como ¿Ruta más bella? ¿Trayectos con disquisiciones filosóficas? ¿Grandes posibilidades de cielos nocturnos estrellados?

Y un día, por fin, descubres que acabas de aprender a desoptimizar, que la vida es otra cosa que aplicar precio a las cosas sino valor, algo muy diferente. Toda la vida pensando en hacer una carrera contra el tiempo para ganarlo, creyendo que estaba en tus manos y siempre, siempre, es él quien te ganaba a ti, te habías convertido inadvertidamente en su esclavo. Es entonces cuando empiezas a liberarte de ese tiempo, ahora ya aliado.

Soy firme partidario de compaginar este modo de vida con las más altas cotas de compromiso social. Simplemente, es bueno saber que casi nunca el mejor camino es el más corto. Entiendo que la vida del Beatus ille no es monopolio del medio rural, aunque habría que admitir que te lo presenta más fácil. Soy más partidario del término medio, del compromiso social, pero cambiando radicalmente la escala de valores que esta sociedad nos impone.

Entonces, y solo entonces, escalas solamente el primer peldaño de la escala hacia la sabiduría. Un peldaño. Suficiente.