Durante el pasado mes de agosto, el diario ABC publicó una serie de entrevistas realizadas por Salvador Sostres a determinados jóvenes, de entre veinte y treinta y pocos años, en las que se les preguntaba por sus carreras profesionales, todas exitosas hasta el momento, en diferentes ámbitos privados y algunos públicos. Entre los seleccionados para intervenir había empresarios, abogadas, notarios o actrices. El título de esta serie de entrevistas era La mejor generación de España y todas ellas comenzaban con el siguiente comentario del periodista: «Oye, que dicen que por ser joven eres pobre, víctima e idiota», a lo que, acto seguido, todos respondían negando esta premisa. Una negación, la suya, con la que estoy absolutamente de acuerdo pues, en primer lugar, la generalización es siempre odiosa, y, en segundo lugar, ninguno de estos adjetivos ha caracterizado jamás a la juventud. Otros sí, pero estos no.

Dice la leyenda que, a mediados del siglo V a.C., el gran filósofo griego Sócrates, siendo ya maduro y en presencia de sus discípulos, dijo, refiriéndose a la juventud ateniense, que los jóvenes de aquel momento no eran como los de antes, como los de su generación, tenían malas maneras, ya no respetaban a los mayores y despreciaban la autoridad.

Lo más curioso es que, 2.500 años más tarde, hay todavía quien opina como Sócrates y continúa apenado por el presunto declive de la juventud. De hecho, en más de una ocasión, en alguna tertulia literaria, alguien cuya adolescencia quedaba ya lejos, ha tomado la palabra y ha elaborado un discurso quejumbroso con base en este argumento. Quién sabe por qué. Es posible que la nostalgia de los tiempos pasados, muchas veces idealizados por la lejanía y los estragos que ésta causa en la memoria, provoquen una suerte de aflicción en quienes, ya adultos, contemplan la lozanía ajena con cierta impotencia al no poder materializar un deseo imposible, cual es el retorno a la temprana inocencia.

Sea por una u otra razón, este argumento ha sido reiterado a lo largo de los siglos hasta llegar a hoy. Y lo cierto es que, desde mi punto de vista, no creo que la juventud de ahora sea peor que la de los tiempos de nuestros padres o abuelos. La mayoría de ellos leían las novelas de Lafuente Estefanía y la mayoría de nosotros vemos El juego del calamar. El formato ha cambiado, pero la profundidad filosófica de ambas obras es esencialmente la misma, es decir, nula.

La juventud, salvo algunas particularidades propias de la época en la que ésta se manifiesta, ha sido, es y será, en esencia, igual. A la intrahistoria me remito. Aquella que, como decía Unamuno, ocurre sin que se publique en los periódicos. Y que, por tanto, al no estar documentada, es más susceptible de ser alterada por el implacable paso del tiempo.

Ahora bien, hoy en día se ha introducido una nueva variable en el discurso. Un concepto, a mi juicio, peligroso. Y es que cada vez cala más entre los jóvenes la idea inversa a la formulada por Sócrates, cual es que ellos, nosotros, nuestra generación, los nacidos en las décadas de los 80 y 90 del siglo pasado, somos la mejor generación que ha tenido España.

Hasta el momento, ninguna generación de jóvenes había siquiera osado pensar que ellos eran mejores que los anteriores. Nosotros, en cambio, no solo lo pensamos, sino que lo pregonamos a los cuatro vientos y, sin recato, contemplamos a nuestros ascendientes con cierta altanería. Es verdad que hoy en día muchos más jóvenes poseen estudios universitarios y maestrías, como también lo es que muchos hablan idiomas y estudian en el extranjero. Pero ¿acaso esto nos convierte en la mejor generación de España? Ruego me disculpen si me atrevo a negar esta premisa que, entrevistas como las realizadas por Salvador Sostres, contribuyen a convertirla en temeraria evidencia.

Si una generación se considera mejor que otra se corre el riesgo de menospreciar a esta última. Y esto es inadmisible, pues si nosotros, los jóvenes actuales, podemos acceder a la universidad y formarnos en mayor número que nuestros padres y abuelos es precisamente gracias a ellos, a sus incansables esfuerzos para dar a sus hijos y nietos lo que ellos no pudieron tener. Nuestros abuelos vivieron una guerra incivil y soportaron estoicamente las colas del hambre de los años cuarenta. Y ellos y luego nuestros padres pelearon para que España sea ahora lo que es, un país democrático que reconoce y protege los derechos fundamentales a los que ahora nosotros, los jóvenes, nos acogemos día sí y día también, muchas veces olvidando que su reconocimiento y vigencia se las debemos a ellos.

La pandemia del covid-19 ha causado terribles estragos en múltiples ámbitos. Pero los más afectados han sido los mayores, nuestros abuelos y padres. Queridos lectores, si existe una mejor generación en España es precisamente la que, desde marzo de 2020, ha ido desapareciendo. Porque ellos fueron y son España. Porque a ellos les debemos todo. Basta ya de egos juveniles. Miremos atrás y repasemos las viejas fotos de los que ya no están. Tal vez logremos aprender algo.