Habiendo contemplado con estupor el confuso espectáculo vivido en la sede de la soberanía nacional, es oportuno reflexionar sobre algún aspecto vertido en ese tiempo. Todos, han ejercitado, haciendo gala de ello, una máxima política de la que antaño he renegado: el fin justifica los medios. Los jovenzuelos dirigentes airados de la derecha, en su estrategia finalista de derribar al presidente del Gobierno, utilizó la negociación para renovar el Tribunal Constitucional (TC), con la propuesta de dos nombres, inasumibles por la otra parte negociadora, para que en caso de oponerse, cargar sobre ella toda su batería simplista.

Del otro lado, la obsesión por renovar el organismo citado, llevó al ministro Bolaños a morder el anzuelo. El sucesivo reguero de despropósitos arrastro al Gobierno, al Parlamento, al propio TC, y a la democracia que todos aclaman y dicen defender.

Las apariencias no valen. El relato posterior de lo ocurrido ha demostrado contradicciones existentes entre el maximalismo ideológico y la praxis política. Entre el sueño y la realidad. Entre la inmediatez del rédito por los deseos logrados y las consecuencias derivadas del objetivo supuestamente conseguido.

Olvidados, no todos, los valores políticos, la ética de la responsabilidad debería constituir un aldabonazo en el excesivo y no siempre oportuno pragmatismo.

He escuchado con atención la justificación de un parlamentario del grupo, no hace tiempo fustigador del bipartidismo, de la casta y de otras muchas lindezas. Hacía especial referencia al voluntarismo ético, remarcando la primera palabra. Voluntarioso o convencido, para conseguir el fin, no vale todo. La ética, las contradicciones, y la responsabilidad individual y colectiva, son convicciones perdurables en el tiempo. No las olvidemos antes de rasgarnos las vestiduras.