Se atribuye a Sócrates la idea de que la sabiduría consiste en distinguir el bien del mal. En algunas ocasiones establecer tal diferencia no nos resulta difícil, en otras, sin embargo, separar uno de otro se convierte en una complicada tarea. Sobre lo que no tengo noticia es si tal reflexión y acción ocupa y preocupa a día hoy tanto como intuyo que lo hizo en otras épocas y momentos. Sin rebatir una sola sílaba de la afirmación socrática, aunque no han faltado brillantes pensadores que sí lo han hecho, tal vez tendría sentido plantear en ese marco algunas reflexiones más.

Se me ocurre que una forma de aligerar el gravoso peso de discernir el bien del mal pueda ser sustituir ese planteamiento tan absoluto por otro, relativo, siempre más liviano: lo mejor y lo peor.

Hoy, cuando la tecnología y sus más variadas manifestaciones –piénsese, por ejemplo, en los avances en ingeniería genética o inteligencia artificial– son capaces de situarnos ante tesituras u opciones no hipotéticas sino bien reales es muy posible que nos veamos «forzados» a tener que elegir entre lo mejor y lo peor más que ente el bien y el mal. Entre otros motivos porque el sentido actual de libertad no se corresponde con el del pasado. Aunque mayoritariamente así se piense hoy, coincido con aquellos que consideran que la libertad es un asunto demasiado trascendente para dejarlo solo en manos de la política, también es cosa de la ética. La democracia en tanto que procedimiento es, por supuesto, pieza clave en la protección y garantía de las libertades, pero no se puede desalojar a la ética de las tensiones y conflictos que, a buen seguro, generará la teoría y praxis de la libertad.

La otra cuestión a la que entiendo que habría que atender cuando se habla de la sabiduría –y sobre la que, salvo error por mi parte, Sócrates no se pronunció– es la relativa a la distinción entre la verdad y la mentira. Puestos a definir quizás también sea sabio el capaz de distinguir a la una de la otra. Y no solo en la esfera pública y política sino también en la laboral, personal...

Lo suyo es que construyamos nuestras vidas apoyadas en las palabras y la palabra propia y ajena de modo que si no se es capaz de separar la verdad de la mentira el edificio puede caer como lo hace una torre de naipes. Eso por no hablar de la renuncia a la verdad a la que parecemos habernos resignado conformándonos con sus aspirantes, las opiniones.

Y no, no puedo en este caso incurrir en el cómodo error de pensar que en otros tiempos pasados la cosa fue mejor y que la adulteración de la autenticidad es una perversión exclusiva del presente. Cualquier lector de Montaigne sabe que eso no es posible, pues ya en 1571, cuando se pasó de la política a la filosofía, –hoy es más frecuente recorrer el camino inverso–, afirmó rotundo: «Actualmente, para nosotros, la verdad no es lo que es, sino lo que conseguimos que los demás acepten».

Juzguen ustedes mismos lo largo y extenso que puede llegar a ser el adverbio «actualmente».