El martes pasado salí de trabajar y fui a buscar a mi hijo al instituto. En el trayecto a casa me contó que un chico joven se había apuñalado hasta morir en la plaza de Roma. No sé qué bola de angustia se me atragantó en el estómago. Quién era. Qué le ocurría. Por qué. ¿Nadie pudo evitarlo? Qué jodida la vida, y cuánto sufrimiento nos resbala alrededor, tal vez nos maldice, mientras seguimos enfrascados en nuestras cosas, a veces tan nimias. Sé que bastante tenemos con vivir, que para nadie es fácil, pero no habría que olvidar que para otros se convierte en imposible. Un chico joven. Tan perdido, tan lleno de dolor. En una plaza de Zaragoza. Un día de lluvia.

Al llegar a casa empecé a saber un poco más del asunto. El chico había corrido desnudo por varias calles cuchillo en mano y gritando «Alá». Se generó una agria discusión sobre la actuación policial y también sobre todos aquellos que habían grabado y compartido el vídeo, televisiones incluidas. Supongo que ante un caso así, lo primero es rodearlo para evitar que haga daño a otros. No lo hizo en ningún momento, pero no es fácil vaticinar qué va a ocurrir. Tampoco me atrevería a asegurar que todos los que lo grabaron lo hicieran simplemente por morbo. Todos llevamos móviles y a veces el usarlos hace que se sepa exactamente qué pasó, algo que puede ser conveniente en muchos casos. El uso y abuso posterior de esas grabaciones sí debería regirse por algo tan sencillo como un poco de piedad por el fallecido y la familia. Pero, sobre todo, ¿nada en el comportamiento de este joven hizo sospechar la tragedia? ¿Nunca? ¿No debería haber sido tratado y atendido cuando tenía solución? A las personas, como a las cosas, hay que cuidarlas antes de que se rompan. Después, solo queda enterrarlas, discutir y repartir culpas. Descanse en paz.