Tras el triunfo de la revolución cubana en 1959, América Latina estaba en plena ebullición política y los Estados Unidos (EEUU), temerosos de que la experiencia castrista se extendiera por el continente, intervinieron de forma constante en los países de la zona combatiendo a las guerrillas fomentadas por el Che Guevara, o apoyando golpes de Estado y sangrientas dictaduras como ocurrió en los casos de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Haití, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú o Uruguay.

A partir de 1962, el año en que se inició el Concilio Vaticano II, diversos sectores de la Iglesia asumieron un firme compromiso social en aquellos países, maltratados desde siempre por las oligarquías locales y por los intereses políticos y económicos de los EE.UU. Ello tuvo su reflejo en la Teología de la Liberación con figuras como Gustavo Gutiérrez y Helder Cámara y también en los casos de Ernesto Cardenal en Nicaragua o del dominico brasileño Frei Betto que, tras colaborar con la guerrilla opuesta a la dictadura del general Castelo Branco, años después sería asesor del presidente Lula da Silva.

Camilo Torres

Pero si hay una figura que encarna el compromiso militante de la Iglesia en América Latina este es la de Camilo Torres (1929-1966), sacerdote colombiano, pionero de la Teología de la Liberación y promotor del diálogo entre el cristianismo y el marxismo, fundador del Frente Unido del Pueblo (1964) y que posteriormente optó por la lucha armada para apoyar, como él decía, «la causa de los pobres y de la clase trabajadora». Es célebre su mensaje a los cristianos, escrito en 1965 y en que decía que «es necesario quitarles el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías pobres», lo cual sólo podía lograrse mediante un cambio revolucionario y, por ello, «la Revolución no solamente es permitida sino obligatoria para los cristianos que vean en ella la única manera eficaz y amplia de realizar el amor para todos». Por todas estas razones, se integró en el Ejército de Liberación Nacional (ELN), muriendo en su primer combate el 15 de febrero de 1966. En la actualidad sigue siendo considerado un mártir oficial del ELN.

Gregor

El legado de Camilo Torres tuvo su eco y algunos sacerdotes llegaron a colaborar de forma activa con las guerrillas, entre ellos, tres misioneros aragoneses

El legado de Camilo Torres tuvo su eco y algunos sacerdotes llegaron a colaborar de forma activa con las guerrillas, entre ellos, tres misioneros aragoneses. Este fue el caso de Domingo Laín Sáenz, natural de Paniza, José Antonio Jiménez Comín, nacido en la localidad turolense de Ariño, y Manuel Pérez Martínez, que lo era de Alfamén. Los tres coincidieron durante sus estudios en el Seminario Menor de Alcorisa y, desde entonces, se hicieron amigos inseparables a lo largo de toda su trayectoria vital. Una vez ordenados, fueron enviados a la República Dominicana, donde a causa de su compromiso social serían expulsados del país y recalaron en Cartagena de Indias (Colombia) donde trabajaron como curas obreros: Domingo Laín lo hizo en una tejería, José Antonio Jiménez en una fábrica de gaseosas y Manuel Pérez como estibador en el puerto.

Expulsados de Colombia

Los tres curas aragoneses serían igualmente expulsados de Colombia por participar en política y por enfrentarse a la jerarquía eclesiástica y, tras un breve período de estancia en Francia y España, retornaron a Colombia con pasaportes falsos, pasando a integrarse en la guerrilla del ELN. Dos de ellos encontraron allí la muerte: José Antonio Jiménez como consecuencia de un paro respiratorio en una travesía guerrillera por la selva en 1970, y Domingo Laín, que cayó en combate en 1974. Les sobrevivió Manuel Pérez, el cual llegaría a ser máximo dirigente del ELN y que en marzo de 1990 asumió la comandancia de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar. Excomulgado por la Iglesia, tuvo una hija con «Mónica», su compañera, una ex monja también vinculada a la guerrilla, y murió de muerte natural en las montañas del departamento colombiano de Santander el 14 de febrero de 1998.

La memoria de aquellos curas guerrilleros aragoneses nos recuerda la vigencia de sus ideales, de su compromiso a favor de la justicia social, en estos tiempos en que los gobiernos progresistas de América Latina siguen siendo acosados por el imperialismo, los populismos derechistas y la expansión de las iglesias evangélicas ultraconservadoras, un triple ariete contrario a la emancipación de los sectores sociales más desfavorecidos, aquellos cuya situación se ha visto todavía más deteriorada como consecuencia de la aplicación de políticas neoliberales en nuestro mundo globalizado.