Amanecía, y los soldados sabían lo que eso significaba. Iban a atacar las líneas enemigas, y las posibilidades de morir serían muchas. Miraban absortos las trincheras y el espacio que les separaba: un espacio que parecía eterno. Lejos quedaban sus parejas, familiares y amigos. Aquí reinaba la muerte y la estupidez. Ya estaban listos para salir en cualquier momento y tomar las malditas posiciones. Era una locura, un ataque suicida; pero qué demonios, la guerra es así. El capitán P salió de la trinchera. «¡A por ellos!», gritó a los rostros temerosos de los soldados, «¡Adelante!». Los rostros de temor se tornaron en odio y salieron gritando en dirección al enemigo. Las trincheras fueron abandonadas y la respuesta no se hizo esperar. El grueso soldado F, apodado «el gorila», fue un fácil blanco. Fue como si todos los enemigos dispararan sobre él; reventó en mil partes. Al mismo tiempo, el soldado S recibió un balazo en el pecho y cayó a tierra. «La quinta...», gimió S. Desde el suelo vio cómo sus compañeros caían uno tras otro. Era una auténtica masacre. Se incorporó entre maldiciones y siguió avanzando. A su lado, el sargento J fue atravesado por dos balas mortíferas y se derrumbó.

Los soldados caían como moscas. El cabo H era uno de los más avanzados, pero una bala precisa le hizo frenar los pies y desplomarse sobre unas alambradas. Justo después, una bomba hizo volar a S por los aires y caer duramente al suelo. «La sexta...», dijo débilmente. Estaba destrozado. Sangraba a borbotones. Un soldado cayó muerto encima de él. Lo apartó a duras penas y se levantó. El campo de batalla estaba plagado de cadáveres y de soldados heridos. Como el soldado S, que fue alcanzado de nuevo, esta vez en el corazón, y cayó a tierra. «La séptima...», balbuceó. Un teniente ordenó retirada. Mientras, el soldado S, apodado «el gato», moría.