Opinión | EL ARTÍCULO DEL DÍA

El discurso de Liliana Segre

Las grandes democracias saben encontrarse unidas en un núcleo esencial de valores compartidos

Viene bien de vez en cuando mirar fuera de nuestro país. Hoy me fijaré en Italia. El 13 de octubre se llevó a cabo la constitución del Senado en la sede del Palazzo Madama, que lo presidió Liliana Segre y que hizo un discurso de profundo calado ético-político. Nacida en Milán en 1930 y decana por edad del Senado italiano, fue expulsada de niña de su colegio por las leyes raciales promulgadas por el régimen de Mussolini en 1938. En 1944 fue deportada al campo de exterminio de Auschwitz, en el que fueron asesinados su padre y sus abuelos paternos. Liberada el 1 de mayo de 1945 por el Ejército Rojo, regresó a Italia, estableciéndose en la región de las Marcas. En 2018, al cumplirse el octogésimo aniversario de las infames leyes raciales, fue nombrada senadora vitalicia por el presidente de la República, Sergio Mattarella.

En su discurso hizo una alusión a la guerra de Ucrania, apelando, como ya había hecho el presidente de la República Matarella: «La paz es urgente y necesaria. La forma de reconstruirla pasa por un restablecimiento de la verdad, del derecho internacional, de la libertad del pueblo ucraniano».

Se mostró profundamente emocionada, ya que en este mes de octubre, la fecha del centenario la marcha sobre Roma, que inició la dictadura fascista, la había tocado asumir la Presidencia del Senado. Para ella, es una fecha simbólica, ya que recordó que su jornada escolar empezó también en octubre de 1938, y que fue obligada un día como este a dejar vacío su pupitre de su escuela por las leyes racistas. Y ahora –¡qué contraste!– se sienta en el primer banco del Senado.

Para ella, señaló, las grandes democracias maduras lo son si, por encima de las divisiones partidarias y del ejercicio de roles diferentes, saben encontrarse unidas en un núcleo esencial de valores compartidos, instituciones respetadas, emblemas reconocidos. Manifestó con gran énfasis que en Italia, el ancla principal en torno a la cual debe manifestarse la unidad de nuestro pueblo es la Constitución republicana que –como dice Piero Calamandrei– no es un papel, sino el testamento de 100.000 muertos caídos en la larga lucha por la libertad; una lucha que no comenzó en septiembre de 1943, pero que idealmente ve a Giacomo Matteotti como líder. Las grandes naciones, pues, prueban serlo también al reconocerse coralmente en las fiestas civiles, encontrándose en hermandad en torno a las recurrencias labradas en el gran libro de la historia patria. ¿Por qué no debería ser este el caso del pueblo italiano? ¿Por qué el 25 de abril, Día de la Liberación; el 1 de mayo, Día del Trabajo; y el 2 de junio, Día de la República, deben vivirse como fechas divisorias, y no con un auténtico espíritu republicano? La alusión es clara a quién iba dirigida, a las nuevas fuerzas políticas que nunca se han sumado a estas fiestas tan simbólicas, piedras angulares de nuestra Constitución, antifascista y fundada en el trabajo, lo cual es una dolorosa ducha fría de dura realidad que ofrece este bautismo parlamentario de la nueva mayoría.

Por ello, el vértigo y la desazón de Liliana estaban más que justificadas, si además quien le va suceder al frente de la presidencia del Senado va a ser Ignazio La Russa, un celoso defensor de la memoria fascista.

Resulta muy aleccionadora su referencia a la Constitución de 1947 y en concreto a Piero Calamandrei, el cual en el proceso constituyente hizo un discurso de gran enjundia política: «Creo que nuestros descendientes sentirán más que nosotros, dentro de un siglo, que de nuestra Constituyente nació realmente una nueva historia: y se imaginarán que en nuestra Asamblea, mientras se discutía de la nueva Constitución republicana, sentados en estos escaños no estábamos nosotros, hombre efímeros cuyos nombres serán borrados y olvidados, sino todo un pueblo de muertos, esos muertos que nosotros conocemos uno a uno, caídos en nuestras filas, en las prisiones y en los patíbulos, en montes y llanuras, en las estepas rusas y en las arenas africanas, en mares y y desiertos, desde Matteotti a Rosselli, desde Amendola a Gramsci, hasta nuestros muchachos partisanos. (…) Ellos murieron sin retórica, sin grandes frases, con simplicidad, como si se tratase de un trabajo cotidiano que cumplir: el gran trabajo necesario para devolver a Italia la libertad y la dignidad. (…) A nosotros nos corresponde una tarea cien veces más llevadera: la de traducir en leyes claras, estables y honestas su sueño de una sociedad más justa y más humana, el sueño de una solidaridad que una a todos los hombres en esta obra de erradicar el dolor. Bastante poco, en realidad, piden nuestros muertos. No debemos traicionarlos».

¡Qué contraste con el proceso constituyente español! Los valores y los principios de la Constitución italiana fueron los del antifascismo. En España los sedicentes «constitucionalistas» defienden un acto fundacional muy diferente: acto de desmemoria entre vivos que proyecta su larga sombra sobre nuestro presente. La Constitución del 78 fue redactada por vivos olvidadizos y no por muertos resucitados, si no traicionados.

Suscríbete para seguir leyendo