Opinión | DELANTE DE TUS NARICES

Prohibido aprender

Cuando le preguntaron si los seres humanos aprendemos de la historia, Fernando Savater respondió: ¿cómo vamos a hacerlo, si ni siquiera aprendemos de nuestra experiencia? Así, después de que el independentismo protagonizara un golpe institucional contra el Estado, el Estatut y la Constitución en 2017, la respuesta que se propone no es dificultar que se repita la acción subversiva y proteger la estructura que defiende los derechos de los ciudadanos, sino cambiar la ley a fin de que la próxima vez las consecuencias sean más leves para los perpetradores.

Pero tampoco aprendemos de nuestras propias teorías. Como ha explicado Mariano Gistaín, la democracia liberal capitalista entró en crisis cuando se quedó sin competidor, como precisamente predice la teoría clásica capitalista; y el liberalismo perdió credibilidad cuando algunos creyeron que una misma solución podía resolver todos los problemas: es decir, cuando olvidó un elemento esencial de escepticismo.

Podemos nació de la crítica de la casta: logró colocar a un matrimonio en el Consejo de Ministros, organizó un plebiscito para aclamar la compra de una casa. Muchos intelectuales de izquierda, que renunciaron a estudiar marxismo pero al parecer tampoco aprendieron muchas otras cosas, ignoran en sus análisis voluntaristas sobre la superioridad moral del progresismo que su posición también responde a los intereses de clase. De nuevo, la rebaja de las condenas por sedición que defienden políticos de la izquierda española realmente existente es otro ejemplo: la medida pretende atenuar penas que en la práctica solo se pueden aplicar a personas poderosas.

La exprimera ministra británica Liz Truss confiaba mucho en el mercado, pero el mercado consideraba que esa fe casi mágica era excesiva. Algunos han creído ver en su caída --motivada por la desconfianza de los mercados y la crítica de instituciones financieras independientes-- el fin del «dogma neoliberal». Es una extraña manera de verlo, pero tampoco vamos a quitarle la ilusión a la gente: arrimar el ascua a la sardina es una venerable tradición del analista y del activista, suponiendo que existan diferencias entre estas categorías. Mientras tanto, tras años de reprochar al liberalismo que hubiera olvidado o infravalorado la cuestión del poder, algunos están enredados en una polémica amarga entre dos visiones del feminismo. La discusión es dura, porque se plantea como un juego de suma cero en torno a la discriminación positiva: una lucha de poder entre discípulos de Foucault, una disputa aparente sobre valores posmateriales que --como han señalado Josu de Miguel y Jorge San Miguel-- se explica mejor desde la lógica materialista más ruda. No aprendemos de la historia, no aprendemos de la experiencia y a menudo ni siquiera recordamos el aspecto central de la teoría que pretendemos poner en práctica.

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