EL ARTÍCULO DEL DÍA

Mercancía caducada (y peligrosa)

La situación de EEUU debería ponernos en alerta sobre lo que nos depara el neoliberalismo

David Corellano

David Corellano

En 1992, el politólogo Francis Fukuyama publicaba El fin de la historia y el último hombre, un libro en el que, al calor de la entonces reciente caída del Muro y el desmembramiento de la URSS, proclamaba el triunfo definitivo de la democracia liberal, representada en el modelo estadounidense. Fukuyama pasó a convertirse en el intelectual de cabecera de los conservadores y el movimiento neoliberal en todo el mundo, pero especialmente en su país, EEUU, donde su asesoramiento a los principales ideólogos de los gobiernos de George W. Bush, los Cheney, Rumsfeld, y compañía, sirvió para teorizar sus principales planteamientos, incluida la segunda guerra de Irak, con la premisa de extender el modelo social, político y, sobre todo, económico, de EEUU en todo el mundo.

Para estos neoliberales, la libertad individual está por encima de cualquier otra cosa, y especialmente por encima del Estado, cuya presencia en la vida de los ciudadanos ha de minimizarse todo lo posible excluyendo las cosas más básicas, es decir el desarrollo de infraestructuras, fundamentales para la economía, y la defensa del territorio. Esto significa que el resto puede dejarse a la iniciativa privada, incluida la sanidad y la educación porque, teóricamente, en entornos desregulados, los servicios proporcionados por las empresas serían más eficientes y económicos.

En esa misma línea de aligerar la presencia del Estado en la vida de sus ciudadanos, la segunda de las grandes ideas del pensamiento ultraconservador, la reducción de impuestos, formulada por otro de sus intelectuales de cabecera, el economista Charles Laffer, se tradujo en el gran recorte impositivo del periodo de gobierno de Ronald Reagan durante la década de los 80.

Este tipo de planteamientos se convirtieron en la ortodoxia económica durante las dos décadas siguientes, y hasta en Europa, con estados de bienestar muy potentes y con gobiernos orientados a la izquierda en buena parte de los países, comenzó a imponerse la idea de que era necesario reducir impuestos y desregular la economía con el fin de favorecer su dinamismo y, supuestamente, su crecimiento, que habría de alcanzar no solamente a las empresas y rentas más altas, sino a todos los ciudadanos.

El resultado de todo aquello es bien conocido: una de las mayores burbujas especulativas de la historia y un retroceso de la economía mundial que solo al final de la década pasada, justo antes de la pandemia, comenzaba a recuperarse.

Al otro lado del Atlántico, sin embargo, las cosas distan mucho de estar mejor para una gran parte de los estadounidenses. La desigualdad ha alcanzado cotas insostenibles, de manera que, en 2016, al 50% más pobre de la población le correspondía solamente el 13% de la renta nacional. Al mismo tiempo, el 1% más rico de la población acaparaba para sí el 20% de todas las rentas, una cifra en constante crecimiento desde la implantación de las políticas neoliberales.

Esto se ha traducido en realidades impropias del país más rico del mundo: Los Ángeles o Nueva York, tienen por sí solas más personas sin hogar que toda España, ya que el auge especulativo de los precios inmobiliarios, unido a la reducción de salarios, ha hecho imposible que muchas personas puedan tener acceso a una vivienda, haciendo que las avenidas repletas de tiendas de campaña sean habituales en muchos espacios urbanos estadounidenses.

Al mismo tiempo, el país que más dinero gasta en sanidad por habitante en el mundo, es el que ha visto más recortada su esperanza de vida, actualmente en los mismos valores de 1996, fruto de un sistema tremendamente desigual en el que muchos millones de ciudadanos carecen de una cobertura básica y que se ven abocados a declararse en bancarrota ante los costes desmesurados de cualquier procedimiento o tratamiento médico. O qué decir de los costes de la enseñanza, que se ha triplicado desde 1980, provocando que los estudiantes que terminan la universidad lo hagan con una deuda media de 24.000 euros, haciendo que buena parte de los hijos de las familias con menos ingresos vean imposibilitadas sus esperanzas de estudiar y progresar socialmente en el que se supone que es «el país de las oportunidades».

Todo lo anterior debería servir para ponernos alerta acerca de lo que nos espera en el caso de que los más fieles seguidores del conservadurismo patrio prosperen en nuestro país, tal y como está ocurriendo, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid, en donde parece que el modelo neoliberal que está imponiendo Isabel Díaz Ayuso va ganando enteros dentro del PP, aun a costa de destruir los servicios públicos que más consenso generan entre los españoles, la educación y la sanidad.

Volviendo al principio, Francis Fukuyama, quien después de haber pasado por las administraciones de Reagan y Bush padre, y haber sido testigo privilegiado del impacto de aquellas políticas que él mismo defendía con fervor en los 90, acaba de publicar un libro en el que reconoce el error de haber impulsado la extrema desregulación en su país, una idea que ha resultado «desastrosa» y directamente responsable de la crisis de 2008 y de buena parte de la desigualdad que afecta a las economías más desarrolladas. Como él mismo concluye, «gran parte de la hostilidad liberal al Estado es simplemente irracional. (…) Los estados son necesarios para proporcionar el marco institucional básico en el que los individuos puedan prosperar».

Su llamada de atención debería servirnos para que en los próximos meses, cuando los ciudadanos acudamos a las urnas para decidir qué modelo de país queremos para el futuro, no apostemos por la mercancía caducada que nos ofrecen algunos partidos, y sí por propuestas que buscan el progreso de todos.

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