HOGUERA DE MANZANAS

Una de fantasmas

Olga Bernad

Olga Bernad

Las postrimerías de noviembre me traen a la memoria los cumpleaños de mi abuela. «Venga, señora Presen, cuéntenos penas», le decía mi padre a su suegra con muchísima retranca. Y ella –después de hacerse la interesante con sus retóricos «ay, no os riais de mí que al año que viene ya no estaré» y sus «ay, qué poco habéis sufrido»– se embalaba y nos contaba que desde la guerra no tenía alegría, que con 18 años se le murió su primer novio, y poco después se le murió su madre y enseguida empezaron a morirse vecinos y conocidos… Se le murió, en definitiva, su mundo, y cuando la guerra acabó era una adulta triste que apenas había cumplido 20 años. Siempre la recuerdo romanceando penas en voz bajita. Se le quedó la costumbre de sufrir.

Una noche me desperté en medio de una de esas pesadillas terribles en las que caemos a veces los niños soñadores. Ella vino y me preguntó con qué soñaba. «¡Con muchos fantasmas!», exclamé yo. Se echó a reír y, para mi perplejidad infantil, me soltó con una seguridad que yo no le había visto nunca que los fantasmas no existían, que ella lo sabía muy bien porque se pasó años esperando a uno. «¿De verdaaad?», le pregunté yo. Y entonces me contó, con tanta dulzura como inocencia, que cuando su primer novio estaba a punto de morir en aquellos días de la guerra y la enfermedad, le dijo, para consolar su infinita tristeza: «Presen, no te preocupes, aunque me muera, si es verdad que se puede venir del más allá, yo vendré a verte». Y ella lo esperó muchas veces, con los ojos abiertos en la oscuridad. Pero él nunca vino.

Desde entonces, jamás he creído en fantasmas aunque, como las meigas gallegas, haberlos haylos. Mi abuela, con su pena, me limpió paradójicamente el mundo de almas en pena. De ahí que me resulte tan difícil soportar a ninguno, ninguna e incluso ningune.

Suscríbete para seguir leyendo