EL ARTÍCULO DEL DÍA

Socialista, demócrata y sindicalista

Nicolás Redondo reafirmó la autonomía sindical frente a cualquier otro poder

Nicolás Redondo ha muerto. No el convocante del 14-D o el supuesto opositor a Felipe González, sino uno de los hombres clave de la Transición, uno de los que hicieron posible la convivencia y la democracia, de los que pusieron las bases para que hoy, casi cincuenta años después, los españoles podamos seguir construyendo un futuro más igualitario y en libertad. La misma que él se jugó afiliándose, muy joven y en tiempos peligrosos, a las organizaciones socialistas, lo que le costó detenciones, cárcel y destierro. Nicolás era un demócrata.

También un heredero del socialismo sepultado por el alzamiento militar de julio de 1936 y la dolorosa dictadura franquista de cuarenta años. En el más amplio sentido, más allá incluso de su temprana afiliación al PSOE y la UGT. La masacre de los socialistas, del partido o del sindicato, fue uno de los primeros objetivos de los fascistas sublevados contra la República. Las organizaciones creadas por Pablo Iglesias quedaron enterradas en cunetas y cementerios y, en el mejor de los caos, en la cárcel o el exilio. Nicolás fue de los que desde dentro, en uno de los bastiones del socialismo español, el de la industria vasca, resistió aguantando la tradición socialista y organizando la resistencia.

Entendió, además, que la existencia de las dos organizaciones, su equilibrio, no era un capricho de los fundadores, sino una necesidad para mantener el rumbo. Participó en la reconstrucción de la UGT y la renovación del PSOE y quedó al frente de la primera con un programa que pasaba en primer lugar por la restauración de la democracia en España, y en segundo por la dignificación de las condiciones de vida de los trabajadores.

En pocos años protagonizó el primer congreso de la UGT en España tras la guerra civil, la legalización de los sindicatos y la aprobación del Estatuto de los Trabajadores, mientras los españoles ratificaban la Constitución, y los Pactos de la Moncloa, con participación sindical, sentaban las bases para el desarrollo del proceso democrático.

Y en un tercer acto, quizá el más recordado, reafirmó la autonomía sindical frente a cualquier poder. La tradición que recogió de los viejos socialistas era la de la existencia y el equilibrio, ya se ha dicho, de dos organizaciones socialistas: la política y la económica.

Entendía Pablo Iglesias que era necesaria una organización, el partido, que aspirara a cambiar la sociedad mediante el poder político, pero no olvidó que gran parte de los intereses de los trabajadores se juega en la pugna con el poder económico, para lo que es necesario un sindicato fuerte. Nicolás recogió esa tradición y en un momento en que las teorías neoliberales se imponían y contaminaban a los partidos socialdemócratas mantuvo la autonomía de la UGT y reivindicó los intereses de los trabajadores y de las trabajadoras.

Ni pugna de poder ni pulso; el 14D fue la expresión del malestar de la clase trabajadora española y de la voluntad sindical de defenderla al margen de cualquier otro interés, y sus consecuencias fueron mesas de diálogo, mejoras de derechos y una posición de mayor fuerza en la negociación con las patronales. Solo la crisis financiera de 2008 vino a quebrar esa dinámica, pero es otra historia.

Para entonces, Nicolás había cedido el testigo, pero nunca las convicciones. Durante sus últimos treinta años acudió a donde se le llamaba, apoyó, fue el más respetado de nuestros dirigentes vivos. Nosotros, los socialistas de la Unión General (como diría Besteiro), lo hemos incorporado a nuestra memoria, la que él recogió, protegió, vivificó y transmitió. Como dirigente, pero también como modelo de vida entregada a unas ideas y una causa.

No era la mansedumbre, ni siquiera en el buen sentido de la palabra, lo que definía a Nicolás, pero algún eco machadiano resuena en una vida que fue eslabón entre la primera y la segunda mitad del siglo XX. Todo pasa, claro, pero todo queda y a Nicolás no lo vamos a olvidar.

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