Clases muy particulares

La tradicional educación en la sombra mueve en España unos 800 millones de euros al año

Jesús Jiménez Sánchez

Jesús Jiménez Sánchez

Han pasado de ser un bien de lujo a un bien de primera necesidad. Sí. Porque crece y crece la llamada educación en la sombra. A pesar de la crisis. Con un enorme esfuerzo económico para muchas familias. Las que pueden, claro. ¿Y qué se hace desde la enseñanza formal?

Casi una cuarta parte de los alumnos pasa por clases particulares en nuestro país. Dato que puede leerse en un excelente estudio (Educación en la sombra: cómo las clases particulares se están convirtiendo en un bien de primera necesidad. Juan Manuel Moreno) publicado recientemente. En otros países, el porcentaje es todavía superior, especialmente en algunos asiáticos e incluso en varios europeos.

Este es un asunto que «ahí está». Desde siempre. Los repasos de toda la vida, por estudiantes dando clases nocturnas para ganarse unas pesetillas. Ahora, en escenarios distintos y con variados planteamientos de negocio. Las tradicionales y nuevas academias, los preparadores de oposiciones, los abundantes cursos online, incluso las extraescolares «voluntarias» en ciertos centros concertados o los másteres de chiringuitos universitarios. Todo un mundo. Con bastante niebla, por cierto. Vayamos solo, pues, a las clásicas clases particulares de siempre. Las «muy» particulares.

¿Cuánto dinero mueven? Parece que mucho. Solo las clases particulares tradicionales, unos ochocientos millones al año. Aunque es difícil contabilizarlo. ¿Se declara todo lo que se cobra a los usuarios? ¿Se puede controlar fiscalmente, siquiera, esa parte tan difusa y extendida de economía sumergida?

¿Igualdad de oportunidades? No. Las clases particulares marcan diferencias sociales. Como se dice el estudio antes citado «el impacto de la educación en la sombra (shadow education) sobre la equidad educativa es negativo». Hay que tener en cuenta que los hogares ricos gastan hasta cinco veces más que los más pobres. Aunque las familias de ingresos medios y bajos están haciendo un gran esfuerzo. Durante todo el año, pero especialmente a partir de la segunda mitad del curso.

¿En qué consisten realmente? Al menos las de toda la vida se centran más en recuperar y reforzar que en perfeccionar y ampliar. Los usuarios suelen ser alumnos que han suspendido. Más de secundaria que de primaria. Algunos repetidores. Otros, que van muy justitos. Pero siempre la evaluación en el horizonte. En una carrera de vallas. Donde lo que cuenta, sobre todo, es superar un examen. Lo «curioso» es que, con esas clases particulares, en un porcentaje de casos nada despreciable se consigue el aprobado. Con dos o tres horas semanales, vespertinas o una quincena de vacaciones, se logra que el alumno que «iba mal» en su centro apruebe y que, incluso, saque nota. ¡Y eso que recibe esa clase particular por un estudiante universitario o en una academia con profesores noveles que así se sacan su primer sueldo! Una buena reflexión que deberían hacerse algunos profesores de plantilla «acostumbrados» a suspender al ochenta por ciento.

¿Qué relación tienen con la enseñanza formal? Poca y mucha. No fagocitan el sistema educativo. Lo complementan. En la mayoría de los casos, lo que hace el profesor particular es intentar seguir el libro de texto, con referencia a lo que hace su colega titular de aula. Explica, repasa, corrige. Pero de forma individualizada o en pequeño grupo. Lo de particular es su mayor valor. Sobre todo, para los alumnos con problemas de aprendizaje o con retrasos escolares. Justamente, los que más necesitan una atención personalizada, algo a veces complicado en aulas con alta ratio y enseñanza tradicional de explicación, preguntas, ejercicios y examen.

¿Y qué piensan los alumnos? Nada. ¡A aguantarse! Callarse ante el profesor del colegio o instituto que les ha suspendido, aunque sea injustamente. Aguantar a los profes de la academia, que en más de un caso utilizan métodos «cuasi militares», sabedores de que hay que «enderezar» al suspendido que allí llega como «castigado» por su familia. Sufrir horarios «laborales» (lectivo, deberes, particulares) de diez o más horas diarias.

¿Qué se puede hacer desde el sistema educativo? Mucho. Habrá que mejorar la atención a la diversidad en la enseñanza formal. Con varias propuestas en paralelo dirigidas a los centros educativos. Una, implantar un currículo competencial, pero de verdad y no solo sobre el papel. Dos, reformar los sistemas de evaluación y certificación del aprendizaje. Tres, personalizar los aprendizajes. Cuatro, introducir metodologías que promuevan la actividad y el trabajo del alumno. Cinco, reforzar los apoyos dentro del aula, entre profesores (codocencia) y con personal especialista. Seis, reducir el número de alumnos en aulas con dificultades objetivas. Siete, ampliar y mejorar la orientación educativa y profesional. Ocho, establecer tutorías individualizadas gratuitas en los centros públicos fuera del horario lectivo. Nueve, impulsar programas de apoyo y refuerzo dirigidos, sobre todo, al alumnado más vulnerable. Y diez, coordinar las valiosas actuaciones (PROA, Èxit, etc.) que ya están en marcha desde algunas administraciones y organismos públicos y privados.

Un excesivo crecimiento de las clases particulares podría acarrear una reducción de la financiación pública de la educación formal. No se trata de suprimirlas (libertad de mercado) sino de contener la creciente demanda existente. Porque, en el fondo, las clases «muy» particulares pudieran ser una demostración de la poca confianza que muchas familias tienen en el propio sistema educativo. Ponen en evidencia los déficits de la enseñanza reglada y, además, tienen un fuerte impacto en la equidad. Preocupante.

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