AL TRASLUZ

Un invencible verano

Que en una frase o en un breve texto aparezca mi nombre junto al de ciertos autores me produce algo de vergüenza. No hay duda de que, con mayor o menor acierto, todos podemos opinar sobre todo y todos y, sin embargo, se me antoja que en ciertos casos decir o apostillar algo a propósito de algunos autores tiene bastante de osadía. No obstante, a quienes con indisimulada obstinación aspiramos a comprender qué cosa sea eso que denominamos ser humano y cómo y por qué hila su vida de una determinada manera hasta tejer una red en la que se envuelve, nos es imposible renunciar a determinados pensadores. Referirse o apelar a ellos no hace sino remarcar nuestra pequeñez frente a la magnitud de esos gigantes, pero bien está ser conscientes de la dimensión de cada quien. Este breve preludio no es sino una forma de justificar mi decisión de recordar de nuevo, aunque sea de soslayo, a Albert Camus.

Nosotros que, desde hace algún tiempo, hemos llevado al centro de nuestras conversaciones y reflexiones la cuestión del clima hasta hacer también de ello un asunto con evidentes tintes ideológicos: que si el cambio climático existe; que si no; que si sí pero que no es resultado de la acción del ser humano; que si por supuesto que sí…

Ustedes como yo saben que ya nada es neutral y, por supuesto, tan delicado asunto mucho menos. Pues bien, en ese contexto de permanente polémica, vino ayer a mi memoria una frase de Albert Camus que, como en tantas otras ocasiones cautivó y activó mi pensamiento, la traduzco: «En medio del invierno, aprendí al fin que había dentro de mí un invencible verano». Llevo desde entonces esa idea por mi cabeza como quien pasea un caramelo por la boca, saboreándola, apropiándome de ella… Y gracias a ella hoy se me ocurre pensar que, igual que Camus era puro verano, o lo que es igual, irradiaba a raudales luz, calor y vida hay personas que solo son capaces de albergar inviernos dentro de sí, frío, oscuridad, grisura. Con toda razón ustedes pueden decirme que prefieren el invierno al verano y que ya les va bien que existan y hasta se prodiguen este tipo de personas.

No seré yo quien, en un alarde de soberbia, trate de disuadirles de esa, para mí, extraña preferencia ni de convencerles de las bondades de la mía, el verano. Por otro lado, no deja de ser curioso que en nuestro idioma únicamente se utilice la estación de la primavera, aunque sea en plural, como calificativo, así, en la octava acepción de la RAE puede leerse que a una persona «cándida, simple y fácil de engañar» puede llamársele «primaveras». ¡Pobre primavera! ¿Qué le habrá hecho merecedora de tan lastimero mérito? Pero vuelvo a lo mío, les guste más el frío que el calor, la noche que el día, el abrigo que la camisa estoy convencida de que preferirán verse y sentirse rodeados de personas que tengan dentro de sí un «invencible verano», personas cálidas y vivificantes más que de aquellas otras que, tibias o frías, ante su imposibilidad de aportar luz, porten inviernos de gélida huella a su alrededor.

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