El columpio

Roberto Malo

Roberto Malo

Paseo por el parque bajo la luz de la luna. Cuando veo los columpios, dejo de caminar. Hace muchos años que no me columpio. No son, desde luego, los mismos en los que me columpiaba de niño, pero siguen siendo semejantes. Las cosas buenas no cambian demasiado con el paso de los años. Miro a un lado y al otro. No hay nadie. ¿Por qué no columpiarse un poco? ¿Por qué no sentirse como un niño otra vez? Sin pensármelo dos veces, me siento en un descolorido columpio de metal. Aferro fuertemente los dos ramales y compruebo que la distancia a la que estoy del suelo es muy escasa, pero suficiente. Con los pies apoyados en el suelo, doblo las rodillas, empezando así a balancearme, chirriando los enganches del columpio. Es un sonido agradable, ¡y hacía tanto tiempo que no lo oía! Despego los pies del suelo y me doy impulso hacia delante. Estiro las piernas al subir, doblo las rodillas al bajar, y vuelvo a estirar las piernas. Para mi asombro, estoy disfrutando como un chaval. ¿Cómo he podido pasar tantos años sin hacer algo tan saludable? El viento de la noche me da en el rostro con fuerza. Las estrellas del cielo se acercan y se alejan de mí. Empiezo a subir más y más. Al llegar al punto más alto, con las piernas estiradas hacia el cielo, estiro también una mano, recordando que, cuando me columpiaba siendo un niño, solía estirar una mano, creyendo que así podría tocar el cielo. Me columpio tan alto que parece que vaya a dar la vuelta de un momento a otro. Es algo frenético, endiablado. Sin embargo, cuando ya es casi imposible que suba más, ocurre. Quizás porque es un columpio muy viejo, o quizás porque no puede soportar los kilos que peso. El caso es que se sueltan de golpe los ramales de la barra horizontal, saliendo despedido el columpio –conmigo encima– a toda velocidad. Y consigo, de alguna manera, «tocar el cielo».

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