Por el cambio

Es necesario asumir que somos los dueños de las riendas de nuestras vidas

Joaquín Santos

Joaquín Santos

Vivimos en un estrés continuo, corriendo de un lado para otro, compitiendo en una carrera sin fin, como señala el filósofo alemán Byung-Chul Han en sus libros, en una autoexplotación complaciente. Vivimos una comezón que no nos permite parar ni un momento.

En realidad, este sentimiento no es nuevo en absoluto, es tan viejo como la propia Modernidad que vino a acelerar los tiempos del mundo occidental. Uno de los reflejos culturales de este fenómeno lo encontramos en un tipo de pieza musical conocida como Perpetuum mobile que encontró un particular auge a finales del XIX. Es frecuente que el concierto de Año Nuevo la Filarmónica de Viena nos ofrezca la pieza más popular, compuesta por Johan Strauss II, con la que nos invita a reírnos, con ese aire tan vienés, de nuestros ridículos esfuerzos por ir al ritmo de los tiempos: un sin parar infinito.

Nuestra sociedad se mueve entre el Perpetuum mobile de la vida laboral y social, la exigencia de alcanzar nuevas metas, la obligación de los trabajadores de adaptarse a todos los cambios que se producen casi a cada hora y la necesidad de parar por un momento y respirar.

No es de extrañar que, en medio de esta moderna sensación, surgieran propuestas de revisión y así, en el contexto de la revolución cultural de 1968, se volviera la mirada hacia las culturas orientales.

Es evidente que los hippies de ayer ya no pueblan nuestras calles, pero buena parte de lo que ellos trajeron se ha quedado con nosotros con diferentes formas adaptadas a nuestra forma de vivir y de creer ser rebeldes ante la dura realidad. El problema es que esas herramientas, por muy adaptadas que se nos ofrezcan, transmiten también la esencia cultural de la vivencia que se nos propone: la aceptación a ultranza de lo existente, la necesidad de aceptación de la realidad sin cuestionarla, la imposibilidad del cambio de lo que nos es externo e incluso a buena parte de lo propio.

Me atemoriza lo que doy en llamar «cultura mindfulness» porque asume como esencia de lo que es vivir las intuiciones que propone esta terapia de origen oriental: vivir el momento presente sin juzgar, sin apegarnos, sin rechazar. Dude o no de la eficacia de la terapia, lo cierto es que su prolongación a la conformación de un estilo de vida diario contiene no pocos riesgos en el marco de una sociedad tan profundamente narcisista como la nuestra, que esconde la cabeza a ratos para sacarla al poco y vivir lo que vivimos sin juzgar y sin rechazar aquello que nos hace infelices.

Me dan miedo los efectos que este estilo de vida causa en la sociedad actual porque nos conduce a la combinación del Perpetuum mobile de la autoexplotación, que aparentemente se quiere enmendar con estas terapias, con el autoengaño de la vivencia atemporal del tiempo presente sin más compromiso con la realidad y con nuestra propia vida. Una combinación del «corre que te corre», con el «para y no pienses por un momento en nada más que en este exacto momento presente». Lo uno al servicio de lo otro y lo otro al servicio de lo uno.

Estos últimos meses he vuelto a ver un par de series catalanas que ponen a la filosofía en el centro del tablero: Merlí y Sapere Aude. De una forma magistral nos explican que se trata de vivir, no sólo de existir. Para ello es necesario asumir que somos los dueños de las riendas de nuestras vidas, que se trata de tener amor propio, que necesitamos asumir las propias deficiencias y dificultades de forma activa, que construir una vida digna de tal nombre pasa, en lo personal y en lo social, por transformar la realidad; una de las principales intuiciones de la filosofía occidental a la que creo que no podemos ni debemos renunciar.

*Trabajador social

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